Por
  • Chaime Marcuello Servós

Zarrios

En el ciclo de las cosas se ha eliminado la palabra guardar, no merece la pena conservar lo que se ha hecho desechable.
En el ciclo de las cosas se ha eliminado la palabra guardar, no merece la pena conservar lo que se ha hecho desechable.
POL

Me criaron en la cultura del guardar para cuando falte. Mi abuelo acumulaba trozos de cuerda, retales de cuero, maderas, hierros, ‘jadicos’ viejos y cosas sueltas. Mi padre, todo tipo de papeles, periódicos, revistas, libros, cables y cachivaches. Eran tiempos donde los tarros de cristal se hacían eternos, donde los cacharros de cerámica o de metal y las herramientas se reparaban sin fin. Se guardaba porque, pese a la irrupción de la sociedad de consumo, estaba muy presente la escasez de la posguerra y la de siempre. Se guardaba todo y por si acaso. Se acumulaban bolsas y sacos porque no eran fáciles de encontrar. Se conservaba lo inimaginable en una economía basada en ‘el no gastar’. Incluso hacíamos las conservas en casa para disponer, entre otros, del tomate o de la verdura cuando no estaban en la huerta.

Ahora vivimos en el extremo contrario. Si no se consume, la economía no funciona. Y hay de todo, todo el año, todos los días en los mercados… si se tiene dinero para pagar. Así nos desbordan los objetos, los plásticos, los botes y las latas. Estamos más allá de la sociedad opulenta que describió en 1958 J. K. Galbraith. A esa opulencia, refinada por el ‘capitalismo digital’, se suma la obsolescencia calculada de los aparatos. Grandes y pequeños, desde coches hasta teléfonos, computadoras o útiles domésticos. En el ciclo de las cosas se ha eliminado la palabra guardar, no merece la pena conservar lo que se ha hecho desechable.

Hemos cambiado de coordenadas. Si falta algo se va a la tienda y se compra o, lo más moderno, un repartidor trae a la puerta lo adquirido por internet. Si un zapato se rompe, tíralo y cálzate otro. Las reparaciones, solo en casos contados. Es la lógica del usar y tirar, como los pañuelos de papel. Además, nos convencen de que es mejor y más higiénico. Mientras tanto, los objetivos del desarrollo sostenible y la milonga de la transición ecológica se lanzan a lo grande, pero sin cambiar la contradicción estructural inherente al sistema. Nos hemos acostumbrado a incrementar necesidades innecesarias y a creer en el consumo como única receta.

Sin embargo, todavía se mantienen en parte esas inercias de antes. En más de una casa se sigue guardando por si las moscas. Mucho más en las familias numerosas, donde la ropa se hereda de unos a otros y las dinámicas de control de gasto obligan a planificar el consumo. Además, hay contextos que facilitan esa tendencia. Si se cuenta con trastero o con un espacio disponible, las posibilidades se multiplican. En nuestro caso, en la casa del pueblo acumulamos todo tipo de zarrios. Durante distintos momentos del año, traemos ropa, cuadernos, apuntes, aparatos eléctricos para reparar o que han cumplido su función pero nos resistimos a tirar. Nos hace duelo llevarlos al contenedor o al punto limpio. Por eso vienen, en dosis, a la bodega. Hasta que llega el verano. Y entonces, se repiten las dos preguntas clave del debate: ¿para qué hemos conservado esto?, ¿seguro que es basura inservible?

Las respuestas van por barrios y por casas. Es difícil olvidar que puede llegar un día donde haga falta lo que se tiene en la mano. Pero es más evidente que cuando el espacio se atiborra, hay que hacer sitio. También va por temporadas y por temperamentos. En épocas expansivas, donde abunda el optimismo, es más fácil prescindir y renunciar al ‘por si acaso’. Cuando se vislumbran tiempos oscuros, hasta los cirios viejos se guardan. Pero la percepción de lo uno y de lo otro depende mucho de la psicología individual. Conformarse con lo imprescindible, como proponía Diógenes, no es sencillo. De hecho, se ha convertido su nombre en un síndrome que acumula inmundicia, como patología de la personalidad. La batalla emocional se libra entre la pulsión por poseer y retener, frente a la de desprenderse y renunciar. Si nos dejamos llevar, las cosas se adueñan de nuestra voluntad, reflejando nuestra identidad. A la postre, somos mucho más que lo que poseemos. Pero nos atamos inconscientemente, para catalizar los miedos, a los objetos de nuestro lugar en el mundo. Reducir, reciclar y reutilizar son tres verbos para conjugar en estos tiempos de transformación. Ojalá la crisis del virus de Wuhan nos haga recapacitar sobre la vida que llevamos y a dónde queremos llegar.

Chaime Marcuello Servós es profesor de la Universidad de Zaragoza

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