Por
  • Juan Manuel Iranzo Amatriaín

El valor de los sin valor

Imagen de archivo de ancianos.
'El valor de los sin valor'.
Pixabay

La esperanza de vida masculina en España supera los 80 años y la de las mujeres los 86. Por eso, al oír que ha muerto alguien sin ser octogenario se dice: "Vaya, pues aún era joven"; si tenía de 80 a 90, decimos: "En fin, tenía una edad, pero no era tan mayor", y para los de más de 90 la frase es: "Bueno, ya era mayor". La mentalidad que subyace a ese diálogo nos hacía decir en febrero: "Este virus es como una gripe fuerte, pero solo mata a gente mayor", y si uno no era mayor se quedaba tan campante tras haber dicho ese ‘solo’. Esa mentalidad explica los mortíferos fallos iniciales en la protección de las residencias, en distinta medida, en casi todos los países lo bastante ricos para tenerlas.

Si la covid matase sobre todo a niños, ¿se hubiera esperado al 9 o al 11 de marzo para cerrar las aulas? ¿Los habrían dejado salir sus padres tras la primera víctima? En las residencias, las visitas se restringieron tarde y salimos hasta la víspera del estado de alarma. Si el 95 por ciento de los muertos por la covid fueran niños, en lugar de mayores de 65 años, ¿cómo habría sido el luto oficial y popular? Sí, ellos son el futuro, nosotros no. Y ellos son escasos; nosotros, parece, superabundantes. Cuando culmine la transición demográfica, el paso de una sociedad con altas tasas de natalidad y mortalidad, sobre todo infantil y materna, a tasas muy bajas, con una población cada vez más longeva, y los mayores de 65 sean permanentemente en torno a un tercio de la población, ¿qué haremos?

Los tres pilares de la cultura actual son el trabajo, el consumo y el entretenimiento, y nosotros solemos ser población no activa, poco próspera y menos interesante. ¿El abuelo sabe más que Google? Solo de su propio pasado, que a los jóvenes les importa cero. ¿La abuela no puede con el nieto? Su valor añadido para la economía familiar se esfuma. Y a los discapacitados nos empujan al círculo vicioso de pensiones, magras casi siempre, que, pese a ello, pueden disuadir de buscar un empleo que los empresarios rara vez crean sin ayudas públicas para las que siempre escasean los fondos. ¿Y la participación? ¿Y el voluntariado? Demasiado complicado. Mayores y discapacitados estamos habituados (que no resignados) al despotismo ilustrado: ‘todo para ustedes, pero sin ustedes’. Otra forma de olvido.

El Gobierno ha anunciado que creará un Sistema Nacional de Cuidados Sociales para que cuantos precisen unas prestaciones que promete modernizar las reciban en su justa medida y prontamente tras reconocerse su derecho, acortando las listas de espera. ¿Cabe soñar un avanzado sistema de tecnologías de información y comunicación para que municipios o comarcas tengan conocimiento preciso de quiénes necesitan cuidado y ofrezcan prestaciones idóneas, los gobiernos autónomos reúnan los datos, planifiquen la asistencia y gestionen su presupuesto, y el gobierno central regule la actividad en conjunto, proporcione los recursos y consensue, difunda y fomente las mejores prácticas? Más fácil es temer que, dadas la inestabilidad política, la ausencia de presión social, los intereses creados empresariales, la inercia institucional, la escasa voluntad de poner a prueba iniciativas nuevas y los exiguos medios en plena recesión (pese al dinero europeo, pues hay tanto que salvar antes), es de temer, digo, que la magna reforma alumbre un mellizo de lo que hoy existe. Se habla de priorizar la atención en el hogar propio. Ojalá sea así y se favorezca que quien deba abandonarlo pueda elegir entre diversas formas de hábitat compartido, a escala humana, accesible, con apoyo técnico y personal apropiado, autogobernado en lo posible y más seguro. Veremos.

Me temo que el anunciado aparato institucional, aun bien financiado, será vano si no acaba con los procesos que nos excluyen; si no reafirma que cuidar y cuidarse son obligaciones cívicas, y si no sirve para que todos, al hacernos mayores o perder capacidades, hallemos modos de rearticular nuestros proyectos vitales; si no los contempla, apoya y organiza para mantenernos sanos, activos, integrados y participativos en lo posible; ni si, cuando ya no es posible, se olvida de combatir la soledad; si no hace justicia al valor de los que hoy se juzga sin valor.

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