Covid-19: el drama de lo real

Opinión
'Covid-19: el drama de lo real'.
Heraldo

Hitchcock decía que el buen cine era como la vida, pero sin sus partes aburridas. Resulta una definición bastante acertada, propia de un hombre que entendía y dominaba los recursos que ofrece el celuloide. En la ficción, nada queda el azar. Cada plano, cada línea, cada personaje, tienen un propósito detrás. En cambio, cuando se trata de la vida real, por más que busquemos el hilo del destino en lo que nos ocurre, no hay ningún guion escrito que dicte lo que sucederá a continuación. La realidad, que tantas veces iguala o supera a lo imaginado, discurre fuera de toda estructura narrativa y no tiene más propósito que aquel del que le dotemos a través de nuestras acciones; con todo, es tal la influencia que ejercen sobre nosotros el cine, la literatura o los videojuegos, que sin darnos cuenta acabamos trasladando a menudo sus códigos a nuestra forma de relacionarnos con el mundo, sintiéndonos parte de una historia en la que somos los protagonistas. Y eso tiene su peligro.

Con la aparición de la covid-19, los ciudadanos de los países desarrollados, sin apenas otra referencia que la ya lejana gripe de 1918, hemos acudido más que nunca a la ficción, al resultarnos algunos de sus relatos más próximos a la situación actual que la propia realidad de la que disfrutábamos no hace tanto. Tal es así, que algunas personas, y singularmente algunos políticos, parecían creer ingenuamente hasta que empezaron los rebrotes que la pandemia no iba a ser sino una película más, con sus tres actos de rigor, y que concluidos los mismos, aparecerían los créditos y podríamos cambiar de sala. Los meses en los que el virus aún representaba una amenaza difusa, serían la introducción; el nudo se correspondería con el periodo de confinamiento estricto; y, por último, a modo de desenlace, la desescalada, culminado con el inicio de lo que se ha denominado como "nueva normalidad", con inquietantes resonancias orwellianas. A lo sumo, pensaban estas personas que podía haber algún brote aislado, y que la segunda ola, de llegar, vendría en otoño, pero nunca antes, y menos en plenas vacaciones. Sin embargo, a la realidad le da igual repetirse, o si estamos ya cansados del tema. Como apuntó el dramaturgo italiano Luigi Pirandello, el público le pide a la ficción verosimilitud y emoción, mientras que a la realidad le basta con suceder para ser, valga la redundancia, real. Lamentablemente, el virus nunca ha dejado de ser real y por eso, por mucho que lo deseemos, no cabe eliminar en la sala de montaje el sufrimiento que provoca. Únicamente, las acciones preventivas pueden evitar sus terribles consecuencias humanas, sociales y económicas. En ese sentido, no cabe descargar todo sobre la responsabilidad individual; las instituciones tienen mucho que hacer y no pueden pretender que el virus se adapte a sus ritmos, sino que ha de ser al revés.

Hay quienes opinan que se ha bajado la guardia porque no se mostró con toda su crudeza el rostro de la pandemia, que una imagen vale más que mil palabras y que si hubiéramos visto más las lágrimas de los sanitarios exhaustos, los féretros u otras duras estampas, ahora estaríamos todavía impactados y habría menos irresponsables. A mi juicio, se equivocan. Si así fuera las campañas de la DGT o las fotografías que acompañan a las cajetillas de tabaco habrían acabado ya con las imprudencias al volante y el tabaquismo. Stalin, que era un monstruo, comprendió bien esta verdad: una muerte es una tragedia, mil estadística. La muerte es algo personal y empatizamos con ella cuanto más cercana la sentimos, e igual a la inversa. Los primeros días del confinamiento todo el país se sentía interpelado por la realidad del virus, pero con el tiempo, la enfermedad se convirtió en un drama íntimo. Al final, parafraseando a Sartre, los otros son el infierno, los otros son los muertos y los contagiados; nunca nosotros, que para algo somos los protagonistas. En total, 270.166 españoles han pasado o están pasando la covid-19, y aunque la cifra no recogerá seguramente todos los casos producidos, siguen siendo una inmensa mayoría los que no lo han padecido, ni siquiera indirectamente a través de sus allegados. Mi padre me repetía muchas veces que la crisis existía para quien le tocaba y el virus no es diferente en ese aspecto.

Las miles de víctimas de la covid-19 a las que recientemente hemos homenajeado no tenían por qué haber muerto, ni fallecieron para darnos un mensaje. Son solo personas que tuvieron la desgracia de encontrarse con el virus. Sin embargo, que sus muertes no constituyan una lección, no significa que no podamos aprender de ellas con el fin evitar otras nuevas. Aunque no todo el mundo lo ha interiorizado, buena parte sí, y merece la pena reconocerlo también. Protegernos, protege a los demás. No dejemos de hacerlo. 

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