Por
  • José Tudela Aranda

Reformas

Congreso de los Diputados
Congreso de los Diputados.
Efe

Entre los muchos titulares y voces que ha deparado la última cumbre europea, quiero rescatar la voz reforma. Como contrapartida a recibir ayudas, algunos países exigieron a los receptores, y muy en particular a Italia y España, reformas. Cuando las exigencias vienen de fuera, lo normal es una reacción negativa. No creo que sea una buena opción. Con independencia de cualquier exigencia externa, España necesita un exigente programa de reformas. Reformas que debieran afectar prácticamente a todos los niveles de las estructuras estatales y convertirse en el programa político y social para los próximos años. Desde las muy profundas transformaciones acometidas al inicio de la Transición, especialmente por los gobiernos de Felipe González, la política se ha limitado, mayoritariamente, a la gestión del presente obviando las exigencias del futuro. Junto a otras circunstancias que podrían calificarse como más coyunturales, dos han provocado que la arteriosclerosis del Estado se acelere y haga inaplazable afrontar el siempre difícil reto de modernizarlo. Por un lado, la conjunción de una profunda crisis política y económica, que dura ya más de una década. Por otro, la aceleración de los cambios sociales provocados por una revolución tecnológica y científica de límites aún desconocidos.

En este contexto, si bien la pandemia no nos ha revelado nada que no supiésemos, ha puesto en evidencia carencias críticas frente a las cuales no resulta posible cerrar los ojos. La lista de materias cuya reforma debe ser abordada con urgencia es muy amplia. Ni cabe citar todas ni, mucho menos, extenderse mínimamente en cada una de ellas. Mencionar las más relevantes puede ayudar a ilustrar los déficits que se denuncian. Por supuesto, como se señala con reiteración, debe abordarse de una vez el modelo de pensiones o nuestro sistema tributario. Nadie duda de la necesidad y de la gravedad de sus carencias, con consecuencias en cadena sobre todo nuestro modelo económico y social. No menor relevancia tendría abordar en profundidad sanidad y educación. Sin discutir la solidez de algunos elementos de los respectivos sistemas, hoy no es posible esconder sus limitaciones. Pocos dudarán de que el futuro será más complicado si de una vez por todas no se da a la ciencia y a la investigación, incluyendo las humanidades, el lugar que les corresponde. Y, por finalizar esta escueta relación que deja más fuera que dentro, se pueden mencionar dos materias que, ligadas a la voz reforma, llaman a la melancolía si no a la broma. Me refiero a la organización territorial y a la Administración. Las dos son basamento del Estado y las dos son un amplio catálogo de limitaciones y disfunciones.

Una reflexión debe añadirse, más cuando se encuentra en tramitación la enésima reforma de la educación, condenada, como sus precedentes, a ser pasado antes de poder desplegar todos sus esfuerzos. Las reformas mencionadas son transversales y exigen acuerdos transversales. Ninguna reforma estructural podrá desplegar toda su potencia si no concita a su alrededor un amplio acuerdo. Por supuesto, ese acuerdo debe integrar matices y diferencias. Pero el núcleo debe ser consensuado. Siquiera sea como única garantía de eficacia y pervivencia.

España ha perdido mucho tiempo. Por supuesto, ha habido circunstancias como la crisis económica o la todavía vigente crisis sanitaria que obligan a desviar la atención del camino necesario. Pero, junto a ello, hay que aceptar la responsabilidad. No ha habido auténtica voluntad de reformas porque no ha habido política sino mera voluntad de poder. No ha habido posibilidad de reformas porque los partidos no han sabido gestionar un sistema multipartidista que obliga a acuerdos. Finalmente, por no alargar una lista que también debería prolongarse, no se ha podido acometer reforma sustantiva alguna porque la atención se ha concentrado en otros discursos y, muy particularmente, en los identitarios. Así las cosas, debemos ser los ciudadanos españoles los que exijamos a nuestra clase dirigente un ambicioso programa de reformas. Será, además, la única manera de poder elegir, siquiera parcialmente, qué reformas se abordan y en qué dirección. De lo contrario, antes o después, nos vendrán impuestas.

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