Por
  • Juan Ros

El ascensor gripado

El ascensor gripado
'El ascensor gripado'.
Pixabay

Escribía José Javier Rueda en HERALDO (‘¿Tienen miedo las élites?’, 30 de mayo, pág. 21) que tras la Segunda Guerra Mundial se fortalecieron las clases medias a través del Estado del bienestar, que fue una autorreforma del capitalismo que las élites realizaron por miedo al comunismo. Hoy existe la idea de que los populismos de ultraizquierda y ultraderecha han surgido por la pérdida de seguridad que han sufrido las clases medias. Muchos pensadores creen que el colapso del bloque comunista condujo a que con mayor progreso no se alcanzase mayor bienestar social. Los teóricos de izquierdas justifican interesadamente que mucha gente apoya a los partidos de corte radical comunista porque el ascensor social se ha detenido.

Sin embargo, gente más centrada apunta al distanciamiento que existe hoy entre los intereses económicos y el interés general, lo que requiere una renovación cívica y moral. Inmersos en el monotema del coronavirus, se preguntan si no será buen momento para una nueva reforma integral que recupere el equilibrio.

La tarea es difícil porque no existen las bases para llevarla a cabo. En la ecuación falta incluir que la raíz de los problemas no vino de la caída de la URSS, sino de la globalización. De repente la globalización abarató enormemente muchos bienes y algunos servicios y las acomodadas clases medias occidentales vieron el mundo más bonito, accesible y disfrutable viajando ‘lowcost’. Pero no supieron ver que a medio plazo esa globalización iba a exigir a sus puestos de trabajo un incremento notable de productividad para seguir disfrutando de un buen empleo. Y lo que es peor, casi ningún trabajador, inmerso en el consumismo y una protección estatal intensa desde la cuna hasta la tumba, consideró necesario dedicar tiempo a la formación, con lo que ahora muchos no alcanzan el nivel que los mercados necesitan.

A esto hay que añadir la desastrosa gestión de nuestros gobiernos que provocó el hinchamiento y eventual explosión del binomio vivienda-financiero, que sigue frustrando el acceder a un piso en condiciones razonables. Y como premio, el sistema financiero continuó con la fiesta de reparto de dividendos especulativos, pero esta vez con nuestros impuestos. Es imprescindible regular con firmeza el mundo financiero, que está detrás de todas las crisis de los últimos cien años, pero la Unión Europea es sobre todo una unión de ‘lobbies’ y de finanzas, antes que de ciudadanos, así que eso no lo veremos.

España siempre añade agravantes a estas situaciones, como el peor sistema laboral de los países desarrollados, con cifras inasumibles de desempleo debido a la anormal legislación laboral, que no se quiere igualar a la europea, y que asfixia la creación de empleo y refleja más una lucha radical de clases que un esfuerzo conjunto por el progreso armónico.

Nuestro país está también recogiendo la cosecha de la dejadez en la educación que hacen muchos padres, y que los colegios no pueden –ni quieren– corregir. Son ya décadas de desprecio a la cultura del esfuerzo y del progreso mediante el trabajo. Hay exigencias continuas para que el mérito no cuente para nada, para que no existan los deberes, para que se apruebe sin saber, para primar la mediocridad. El Estado te cambia literalmente los pañales en las guarderías, te alimenta, te forma (o entretiene si no quieres poner nada de tu parte), te da diplomas y títulos, y si tienes pocas aspiraciones te subvenciona una vida abúlica e improductiva para siempre. Eso es lo que una parte demasiado grande de la población ha interpretado que es el ‘ascensor social’, y que jaleada por el populismo asambleario, la mantiene radicalizada en constante alerta ante signos de gripaje del ascensor. Afortunadamente, la mayoría entiende que el Estado del bienestar ha construido muchas escaleras y rampas cómodas por las que uno puede, con su propio esfuerzo –y ayuda–, transitar hacia espacios de confort y progreso personal. Y en momentos de fuego económico el ascensor puede fallar, pero la escalera está siempre ahí.

Ante todas las amenazas extremistas, está claro que son necesarias medidas, pero también un cambio de mentalidad de base. El interés colectivo debe estar por encima del individual. El problema no son tanto las élites económicas sino la casta política, con sus corrupciones y miserias. El cambio a mejor no puede producirse en un medio social plagado de políticos que escaquean sus obligaciones fiscales, se financian ilegalmente, copian o les escriben las tesis, falsifican hasta sus currículums, mienten como forma de vida, no tienen formación o son vividores profesionales.

Hace falta liderazgo de nueva gente con sólidos principios, que valore la solidaridad, el voluntariado, el mérito, el trabajo honesto y de calidad, el servicio abnegado por los demás, la formación y mejora constante; y que mantenga un férreo control tanto sobre los excesos financieros como sobre los abusos personales. Con coronavirus y sin él, esas son las claves para lograr una sociedad justa y cohesionada con capacidad de proporcionar el necesario bienestar para todos.

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