Por
  • José Tudela

Responsabilidad política

Un pleno del Congreso de los Diputados durante la pandemia.
Un pleno del Congreso de los Diputados durante la pandemia.
Eduardo Parra / Europa Press

La cultura política española es defectuosa. Lo es si se analiza el hacer de sus agentes y sus consecuencias sobre las principales instituciones del Estado. Y también lo es, inevitablemente, entre los ciudadanos. Así, resulta cuando menos paradójico que las encuestas reflejen una consolidada aversión a acuerdos políticos transversales y que, simultáneamente, se exteriorice una profunda queja por la crispación o ausencia de pactos. Este déficit cultural merece un análisis singular ya que es la condición necesaria para cualquier reflexión posterior. Pero en las líneas que siguen me quería detener en un reiterado equívoco que, creo, paraliza en buena medida nuestras dinámicas políticas y que durante estos días monopoliza el debate. Me refiero a la mala comprensión de la responsabilidad política.

Ya ha habido ocasión de subrayar la relevancia del control en un sistema democrático. Es doctrina reiterada entender que sin control no hay Constitución. Bien, la responsabilidad no es sino la consecuencia natural del control. Por supuesto, el control tiene como dimensión autónoma su voluntad de incidir en la opinión pública. Pero en la construcción constitucional es, forzosamente, el presupuesto de la posibilidad de que se pueda exigir responsabilidad política con la consecuencia de la revocación del ejercicio de una responsabilidad determinada. La moción de censura contra Mariano Rajoy es el ejemplo más claro de esa dimensión jurídica de la responsabilidad. Pero es obvio que la responsabilidad política en una sociedad democrática no se detiene en instrumentos jurídicos. Una sociedad democrática construida sobre determinados valores, entre los que no puede olvidarse el de ejemplaridad, exige que ciertos comportamientos no queden sin sanción. Así, se llega a las puertas del cese o de la dimisión como partes necesarias de esa construcción cívica que exige la convivencia democrática.

En España no dimite nadie. Una frase hecha que se ha consolidado como uno de los elementos descriptivos de nuestra política. Y, en este caso, la realidad coincide en lo esencial con el aserto popular. Pocos países muestran tanta resistencia a la asunción de responsabilidades mediante la dimisión, o cese, en su caso, como el nuestro. ¿Por qué es así? Creo que se pueden plantear distintas hipótesis para explicarlo. Se puede alegar que, en general, los españoles somos refractarios a asumir responsabilidades. La política sólo sería una expresión de ello. También se puede acudir a nuestra falta de tradición democrática o a nuestra mala relación histórica con lo público, que nos lleva a ser particularmente tolerantes con comportamientos que en otros países no pasarían sin sanción. Con todo, creo que el motivo principal hoy es una grave confusión de origen. La identificación de la responsabilidad política con la responsabilidad penal. Es un equívoco sorprendentemente generalizado. Se debe dar por hecho que cualquier responsable público adopta sus decisiones desde la legalidad y desde la mejor voluntad de servicio. El juicio político no se puede identificar con ello. La eventual responsabilidad se dirime sobre si se ha ejercido con la diligencia debida o no; sobre si las consecuencias de su acción merecen reprobación o no; y, en última instancia, sobre si esas acciones cuestionan fundamentos del buen hacer que son exigibles a todo responsable político.

Por ello, sorprende, una vez más, que el debate político español se centre en la acción de los tribunales. Todo lo sucedido alrededor de la epidemia, desde la autorización de concentraciones en unos días determinados; a las llamadas a las mismas; a lo sucedido alrededor de la gestión de medios sanitarios; la coordinación o falta de coordinación entre las distintas administraciones públicas; o el brutal impacto sobre las residencias, debe ser objeto de análisis ponderado y de un eventual juicio político, con, en su caso, la consiguiente asunción de responsabilidades. No se trata de si es delito o no. A la política y a los ciudadanos no nos interesa eso. Se trata de saber si se debió hacer y no se hizo; de qué es lo que se hizo mal (y lo que se hizo bien); conocer las consecuencias de todo ello. Lo exige un adecuado funcionamiento del sistema democrático y, sobre todo, es preciso si no se quieren repetir errores.

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