Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

Drogodependencia emocional

El miedo, y no la razón, se está convirtiendo en predominante.
El miedo, y no la razón, se está convirtiendo en predominante.
F. P.

Las sociedades más desarrolladas entraron en el consumo de masas a finales del siglo XIX. Tras la II Guerra Mundial, la capacidad de producción aumenta tanto que da lugar a la aparición de la ‘sociedad de consumo’. El orden económico se empieza a regir según los principios de la seducción y de lo efímero. Gilles Lipovetsky plantea en ‘La felicidad paradójica’ (2007) una tercera fase, la actual, en la que la civilización consumista promete felicidad y evasión de los problemas. Se trata de un mundo de turboconsumidores al acecho del mayor bienestar material, de inmediatez y de experiencias gratificantes.

Con la brutal irrupción del coronavirus nuestra felicidad sigue siendo ‘paradójica’. Ahora que por fin podemos tener tiempo para leer los libros pendientes, para llamar más a menudo a la familia y para centrarnos en los estudios, nos hemos angustiado por no poder viajar, no salir a los restaurantes, no seguir consumiendo las ansiadas experiencias. Es porque, como apuntan muchos pensadores, se asocia la felicidad con el consumo emocional y no con la razón. En una época en que el consumismo material ha pasado a ser mal visto (Naomi Klein: ‘No logo’), la sociedad se encamina a un constante consumo experiencial, donde buscamos sensaciones que nos exciten y que sean capaces de generar emociones positivas en nuestro estado de ánimo. Es más sencillo dedicar el tiempo a satisfacernos emocionalmente con los estímulos con que nos bombardean que a cultivar el pensamiento crítico. 

El filósofo José Carlos Ruiz (‘El arte de pensar’) habla de ‘drogodependientes emocionales’. Para ellos, la felicidad se basa en una especie de hiperactividad sensitiva: utilizar la última red social de actualidad, comer en el nuevo restaurante, ver la serie de moda, visitar el país o la ciudad en boga... Esta apabullante hiperactividad tuvo un reflejo claro durante las primeras semanas del confinamiento por la covid-19. Los grupos de ‘whatsapp’ se llenaron de recursos para mantener la diaria dosis de consumo experiencial (series y películas, conciertos en directo en Instagram, videollamadas, obras de teatro online, libros gratuitos…). Superado el primer mes, la cuarentena generó en buena parte de la sociedad sensaciones de insatisfacción, de angustia y, en muchas ocasiones, de ansiedad o tristeza, mezclada con un aburrimiento insoportable.

Esta drogodependencia emocional hace a las sociedades más débiles. Cada vez tienen más peso las sensaciones y menos la razón. Por eso Trump, Boris Johnson, Puigdemont y otros gobernantes populistas ya alcanzaron el poder aprovechando el auge de las pasiones como factor determinante de las dinámicas políticas, sociales o laborales. Y Trump sigue siendo el favorito para las elecciones de noviembre con sus mensajes elementales que solo transmiten emoción y ofrecen supuestas soluciones simples para problemas complejos, como inyectarse lejía. 

Así evolucionaban las sociedades desarrolladas y así parece que van a seguir, a pesar de los llamamientos a aprovechar el ‘impasse’ del coronavirus para redefinir el capitalismo democrático (Fernando Savater, Michael Sandel, Byung-Chul Han o Yuval Noah Harari). De hecho, la manipulación de las emociones por parte de dirigentes populistas o extremistas va a ir a más gracias al cauce y el combustible que encuentran en las redes sociales. En internet, las emociones y los afectos se enfocan cada vez más hacia la idea de la competencia, la ira o la descalificación. Y esto ocurre en gran medida en virtud de unas redes sociales que parecen diseñadas para plasmar la emocionalidad más descarnada. 

La racionalidad ya estaba cediendo espacio a los sentimientos y la verdad se veía seriamente erosionada por el éxito de los embustes y los bulos. Nos habíamos instalado en el imperio de las emociones, con más cancha para el odio que para la empatía. Esa tendencia se va a incrementar ahora que vamos a entrar en una ‘normalidad’ obsesionada por las pandemias, como ocurrió con el terrorismo tras los atentados del 11-S.

Hobbes (‘Leviatán’) basó su doctrina del Estado absoluto en el miedo, no en la razón: el sentimiento que hace que respetemos al Estado es el miedo, porque creemos que sin el amparo de las instituciones estatales nuestra vida sería más breve, brutal y desasosegante. En sociedades de drogodependientes emocionales, el miedo al virus justifica todos los atropellos a la libertad individual.

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