Por
  • Julio José Ordovás

Recuerdos en rojo

Campo de amapolas en flor masiva en un campo de cereal de Plasencia del Monte.
'Recuerdos en rojo'.
EDUARDO VIñUALES

Rojos eran los suelos de algunas casas viejas, suelos teñidos y abrillantados con sangre de cerdo, siguiendo una antiquísima y catoliquísima tradición. Roja se nos ponía la cara de la vergüenza a veces, pero solo a veces. Rojas las manchas de vino en la camisa de mi abuelo José, que bebía siempre en porrón. Rojo el corazón del fuego, avivado por el fuelle con el que yo no me cansaba de jugar en la chimenea de la casa de mi abuelo José y de mi abuela Josefina.

Rojas las amapolas que se deshacían al tacto como las alas de las mariposas, rojos los crisantemos para los muertos, rojas las rosas rojas que se pudrían al sol, rojo el Renault 5 del cartero, rojo el chorizo de Pamplona de la merienda, rojo el hocico del gato Silvestre y el tupé del Pájaro Loco, roja la llaga que Bocanegra tenía en la mejilla izquierda a causa, según nos decía, entre grandes carcajadas, del beso de una bruja.

Roja se nos quedaba la lengua después de comernos un polo de fresa o un regaliz rojo. Rojas las anginas y rojo el rastro que dejábamos en el suelo cuando recibíamos un buen puñetazo en la nariz. Rojo como un tomate nos decían que nos iban a poner el culo si volvíamos a desobedecer. Rojo era mi abuelo José y todos los que, como él, perdieron la guerra y durante años tuvieron prohibida la entrada en el casino. Rojas eran las corbatas de las golondrinas. Rojo era el indio que el Indio tenía dibujado en su furgoneta. Rojo como una guindilla era el sexo de los perros que se abalanzaban sobre las chicas mayores que estaban con la regla. También la luna, ciertas noches, era roja.

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