La rana y el escorpión

Cada vez que el Gobierno se acerca a los independentistas, recibe un picotazo.
Cada vez que el Gobierno se acerca a los independentistas, recibe un picotazo.
Mohamed Hassan

Hay tres grandes fuerzas motoras que rigen la acción política y, en general, la conducta humana: el interés, la necesidad y la convicción. Cada una a su manera aporta un matiz particular a la política, pero solo la última de ellas goza de buena imagen. De forma natural, nos sentimos inclinados a considerar como superior la política que surge desde la convicción, mientras despreciamos aquella que proviene de la necesidad y, sobre todo, del interés; no obstante, el mero hecho de creer en algo no garantiza necesariamente el éxito ni mejores resultados. Cuando hablamos de ideales, tendemos a ignorar con relativa facilidad que quienes piensan diferente a nosotros también tienen los suyos propios; que para ellos su causa no es menos noble, ni posee menos argumentos que la nuestra. Aunque nos suela generar una impresión favorable, mantenerse fiel a unas ideas pase lo que pase no es en sí mismo positivo, dependerá del tipo de ideas y del contexto. Algunas de las páginas más oscuras de la historia las han escrito personas que creían sinceramente estar haciendo lo correcto, del mismo modo que nunca faltan en las dictaduras quienes se entregan a ellas con genuina devoción.

Al bien y al mal, como a Roma, se llega a través de muchos caminos, confundiéndose entre sí con más frecuencia de lo que parece. El soborno y la traición, considerados universalmente como actos deshonestos, han jugado en ocasiones un inesperado papel benéfico. A modo de ejemplo, por fuertes que fueran las convicciones humanistas de Ángel Sanz Briz, más conocido popularmente como el Ángel de Budapest, armado solo con ellas no hubiera logrado salvar del Holocausto a los miles de judíos que rescató en Hungría. Hizo falta que parte de las autoridades del país miraran a otro lado; una mirada salvadora y distraída que tuvo que comprarse en muchos casos. Historias como las de Sanz Briz nos enseñan que hay principios a los que jamás deberíamos estar dispuestos a renunciar, pero también que la vida es compleja y que los comienzos no tienen por qué dictar los finales.

Descendiendo a España, aunque se pretenda disimular, no es ningún secreto que la mesa de diálogo con el gobierno catalán no ha nacido de la convicción sino de una concreta necesidad política y parlamentaria. El año pasado celebramos dos elecciones generales con sus respectivas campañas y en ninguna de ellas Sánchez defendió una propuesta así. Si hoy tuviera suficientes escaños esta mesa no existiría, igual que aún hablaría de crisis de convivencia en vez de crisis política, y seguiría sin descolgar el teléfono a Torra, máxime cuando legalmente resulta dudoso que continúe siendo presidente. Que el Gobierno intentara posponer inicialmente la constitución de la mesa aprovechando el anuncio de elecciones anticipadas en Cataluña, deja traslucir claramente la falta de convencimiento desde la que afrontan esta negociación. Con todo, el principal escollo no reside en el punto de partida. La transición surgió de la necesidad y acabó derivando en convicción. Si la mesa tiene poco futuro es por otros factores. 

Cada vez que el Gobierno ha intentado aproximarse al independentismo estos años, el acercamiento ha acabado como en la fábula del escorpión y la rana: con un picotazo. La denominada agenda del reencuentro cuenta con el precedente directo de la fracasada operación diálogo que encabezó en 2017 Sáenz de Santamaría, también entonces con Junqueras al otro lado. La ERC en la que hoy se anima a confiar es la misma que azuzó a Puigdemont para que declarara la independencia, y que precipitó deliberadamente la caída del primer ejecutivo de Sánchez. Parece poco probable que JxCat y ERC quieran contribuir lealmente a la búsqueda de soluciones, cuando para ellos resultaría contraproducente encontrarlas. Solo el 1,6% de los catalanes piensa que el actual Govern está resolviendo los problemas de Cataluña. Lo que menos les conviene es que las instituciones del Estado funcionen correctamente y sirvan de espejo inverso de las catalanas. Por convicción, por necesidad y por interés (el ‘procés’ ha generado una gran red clientelar a su alrededor), no cabe esperar de los partidos independentistas demasiada ayuda a la hora de mejorar la vida de los españoles y resolver la crisis territorial. Como mucho, un tiempo muerto hasta el siguiente picotazo.

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