Por
  • David Serrano-Dolader

Confitería Serrano

Roscones
Escaparate de una confitería.
HA

Juanitas, chocolateros, mazapanes, esponjados, anguilas, turrón de mantequilla, figuritas de chocolate (¡cuidado con las más grandes, que se rompen solo de mirarlas!), empiñonados, bocaditos de nata y… ¡torta de Caspe! ‘Confitería Serrano’. Calle Baja (¡antes, calle José Antonio, claro está!). Mis padres ya se han ido… y el letrero permanece mermado, polvoriento, tristorro y solo (muy solo). Qué de recuerdos: don Lorenzo, el maestro, que me robaba los recreos de EGB porque debía correr a la pastelería a pillarle unos caramelos de piñones; mi abuela indignada porque la familia había decidido –tras muchos años– cerrar un día a la semana; mis amigos del cole, que siempre pasaban a buscarme atravesando la tienda (y la trastienda, ¡qué bonita palabra!) porque sabían que así no se iban con las manos vacías; mañanas sin apenas clientes (la rizada de la estación o el bueno de Zampabollos cubrían ausencias, eso sí)…

Y, por las noches, cuentas, muchas cuentas: mis padres, en voz baja, comentando si podrían "dar estudios" a los tres hijos, si merecía la pena seguir vendiendo también mortadela italiana, chorizo blanco o sobrasada (…es que la confitería era también tienda de ultramarinos). Y ese expreso deseo de papá y mamá: no sigáis con la tienda, estudiad, haced carrera. ¡Y lo logramos los tres hermanos y, sobre todo, lo lograron mis padres!

(Tras 100 columnas en el Heraldo, perdón por esta licencia. ¡Se lo merecían!).

Como diría el loco: no hay hijos como sus padres, ni se vio ni se verá.

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