La gobernabilidad perdida

El Congreso de los Diputados.
El Congreso de los Diputados.
Javier Lizón / Efe

No estaba equivocado Einstein cuando enunció su famosa teoría de la relatividad; realmente, no cabe analizar el tiempo al margen del espacio, los dos conceptos están íntimamente unidos y exigen un enfoque conjunto. El tiempo es una magnitud mucho más elástica de lo que nos imaginamos y hay lugares como nuestro país donde últimamente fluye de manera diferente. Remontarse varios meses atrás dentro de la política española, con tantas idas y venidas, comienza a parecer un trabajo propio no de politólogos sino de arqueólogos con sombrero y látigo. Los ciclos se han acelerado y pocas declaraciones resisten el paso de los días, dando la impresión de ir montados en un carrusel o una noria donde tan pronto se baja como se sube. Curiosamente, mientras todo esto ocurre, mientras cambian los líderes, los partidos, las alianzas y los argumentos a un ritmo vertiginoso, para determinadas cuestiones es casi como si el tiempo se hubiera detenido. Al no haberse exteriorizado de manera recurrente hasta 2015, podemos creer que el problema de la gobernabilidad ha surgido recientemente, fruto de una coyuntura particular; sin embargo, y a pesar de su rabiosa actualidad, el marco desde el que se define y la propia dificultad en sí derivan de un conjunto de factores que apenas han variado desde el restablecimiento de la democracia.

La aparición de los nuevos partidos se ha asociado con la situación de inestabilidad que domina desde hace cuatro años la escena política nacional, pero si esta fuera su causa, también deberían haberse visto arrastradas las comunidades autónomas y los municipios, donde están igualmente presentes estas formaciones; cosa que no ha sucedido. El contraste resulta evidente. En el periodo que abarca desde los comicios andaluces de 2014 hasta la actualidad, se han celebrado treinta y dos elecciones autonómicas, no habiendo desembocado ninguna de ellas en una repetición electoral; mientras que en ese mismo lapso, la mitad de las elecciones generales han acabado de dicho modo. Naturalmente, los pactos alcanzados a nivel local y autonómico no han estado ni están exentos de dificultades, especialmente, al tener que conciliar más intereses y puntos de vista que cuando los gobiernos eran asumidos por un único partido; con todo, el mero hecho de que existan tales pactos demuestra que el multipartidismo no representa un obstáculo insalvable para la gobernabilidad.

El auténtico origen de esta crisis institucional hay que buscarlo en el independentismo, o, más concretamente, en la evolución de los partidos nacionalistas catalanes a posiciones independentistas maximalistas, lo que los llevó a dejar de ejercer el papel de bisagras dentro del Congreso, no disponiendo este de recambios. La clave radica en el diseño de nuestro modelo electoral, que resulta lo suficientemente proporcional en su conjunto como para no facilitar el logro de mayorías absolutas, pero que, en cambio, no lo es tanto a la hora de repartir escaños en circunscripciones pequeñas o medianas, penalizando severamente a aquellas fuerzas cuyo voto se halle muy disperso por el territorio, mientras favorece a las que lo mantienen más concentrado. Estas dos características han propiciado, por un lado, que a escala nacional solo haya habido mayorías absolutas en contextos extraordinarios, de fuerte movilización en favor del ganador, o de una elevada abstención del lado de los competidores. Por otro, que las formaciones nacionalistas, sobre todo las catalanas, fueran normalmente las únicas capaces de suplir la ausencia de mayorías absolutas. La fortaleza de la que gozaban el PP y el PSOE, combinada con el funcionamiento del sistema electoral, cerraron el paso a cualquier alternativa de ámbito nacional que pudiera cumplir ese mismo rol y colmatar los resultados, otorgando de este modo la llave del país a quienes menos creían, y creen, en él.

Inicialmente, se pensó que los nuevos partidos podrían terminar con esta dependencia, pero tales expectativas pronto quedaron frustradas, en el momento que se comprobó que no conseguían ir más allá del espacio que ya ocupaba el bipartidismo junto a IU. Si se suman todos los votos obtenidos en las elecciones generales por el PP, el PSOE, Podemos, Ciudadanos y Vox, el porcentaje de voto resultante, un 83,54%, encaja con la horquilla en torno a la que se movían populares y socialistas antes de la crisis. Ni la base electoral del nacionalismo ni los equilibrios de poder han quedado alterados, por lo que las dinámicas continúan siendo las mismas, solo que trasladadas a la realidad del multipartidismo. Para acabar con la preeminencia del nacionalismo, irónicamente, bastaría con aprender de él y normalizar el entendimiento entre distintos bloques ideológicos. Tan fácil y tan difícil.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión