La fuerza de la desafección

Los españoles acuden a las urnas a votar en las Elecciones Generales
Papeletas preparadas.
Agencias

Se vote como se vote, al final, todos los votos cuentan lo mismo. No importa si se vota ilusionado o si se hace con resignación, rabia o hasta por error; cuando llega el momento del escrutinio, el sistema electoral no distingue motivos, no sabe quién está detrás de cada de voto ni qué se espera conseguir con él, lo único que le interesa comprobar es si se ha emitido válidamente y cuál ha sido la opción escogida. De igual modo, tanto si vota una persona como si lo hacen todos los integrantes del censo provincial, el número de escaños a repartir no varía.

Como país, sin embargo, no debería resultarnos indiferente el estado de ánimo con el que acudimos a las urnas, como tampoco el que la abstención vaya en aumento. Si los votos constituyen el alimento de la democracia, no es lo mismo que estén cargados de miedo o furia que de esperanza. Aunque la oscilación de dichos factores no suele alterar de inmediato la correlación de fuerzas preexistente, este tipo de fluctuaciones encierra casi siempre un mensaje para quien sabe y tiene interés por escucharlo, lo que convierte a estos indicadores en elementos cruciales a la hora de determinar la salud democrática de la que gozan los Estados.

De haber prestado más atención la mayoría de los partidos a estos marcadores, y menos a las encuestas de intención de voto, seguramente no hubieran alentado o asumido con tanta ligereza la repetición electoral, porque habrían sido conscientes de estar jugándose a la ruleta rusa los escaños conseguidos en abril, así como su credibilidad, a cambio de unos beneficios potenciales bastante magros, siendo realistas, exceptuando aquellas formaciones que, de manera egoísta, tuvieran poco que perder de por sí. Las señales del desencanto ciudadano estaban ahí desde el principio.

Cuando se anunció la convocatoria de unas nuevas elecciones generales para noviembre, quizás no pudiera saberse con exactitud a qué partidos apoyarían los españoles; no obstante, las condiciones en las que lo harían, el cómo, ofrecía muchas menos dudas. A la noticia le siguió de inmediato la petición de más de 700.000 españoles de no recibir propaganda electoral, sumándose así a los 112.000 que lo habían solicitado con anterioridad. En total, el 2,2% del censo electoral; una cifra en apariencia residual, pero que posee un valor sintomático. A diferencia de la abstención, que tiene un carácter pasivo, basta con no ir, en este caso nos hayamos ante una conducta proactiva, lo que, poco o mucho, exige más de la persona y que, por tanto, refleja en principio un rechazo mayor.

Más claro aún fue el sondeo del CIS de finales de septiembre, en el que el 45% de los encuestados consideraba la política como uno de los tres principales problemas de España. Teniendo en cuenta que la política persigue como objetivo resolver los problemas de la sociedad, cuesta imaginar un fracaso mayor para ella que el hecho de ser identificada como un problema más por aquellos a quienes precisamente pretende o debería ayudar. Con estos datos sobre la mesa, además de otros conexos, antes siquiera de que empezara la campaña, ya cabía inferir un perdedor evidente: ganara quien ganara, el sistema institucional y, singularmente, la confianza depositada en él no iban a salir indemnes.

Desde abril, han pasado más de seis meses, seis meses en los que la política nacional ha aparecido asociada recurrentemente a palabras como bloqueo o crispación, en vez de a solución. Y cuando la política decepciona en general, que no políticos concretos, los ciudadanos tienden a refugiarse en aquello que menos les recuerda a ella. A esos seis meses en blanco, hay que añadir otros tres desde que el proyecto de presupuestos generales del 2019 fue rechazado en el Congreso y terminó la XII legislatura. A salvo de algunos decretos leyes, la actividad ha estado bajo mínimos durante este año, no siendo mucho mayor la de los tres anteriores, dada la situación de precariedad parlamentaria existente.

Resulta bastante expresivo que el debate entre los cinco principales candidatos no se abriera con una pregunta sobre economía, medio ambiente, impuestos, pensiones, políticas sociales o cualquier otro tema análogo. Tan bajo ha caído el listón de nuestras expectativas que no se les preguntó acerca de qué medidas desarrollarían, sino si iban a estar en condiciones de ejecutar alguna. Lo peor es que el interrogante continúa abierto tras conocerse los resultados. Confiemos en que no sigan subestimando la fuerza de la desafección.

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