Por
  • Miguel Ángel Aragüés

Los sentimientos del otro

Manifestación constitucionalista, el domingo 27 de octubre, en Barcelona.
Manifestación constitucionalista, el domingo 27 de octubre, en Barcelona.
Jesús Diges / Efe

Leo en HERALDO del viernes 25 de octubre el artículo de Andrés García Inda, ‘Políticas de la arrogancia’, con el que estoy totalmente de acuerdo, y el mismo día participo en una discusión de sobremesa que me lleva a meditar sobre el tema, porque me pregunto si aquí, en Zaragoza, y entre amigos que seguro coincidimos en un noventa por ciento, llegamos a esos términos de desencuentro, ¿qué no ha de ocurrir en Cataluña, en el seno de tantas y tantas familias que han de vivir el momento sumidas, más que en sus diferencias, en su incapacidad de entenderse? Y el problema, pienso, radica en que cuando hablamos, mezclamos cosas diferentes. Por eso, cuando se reivindica, y con razón, el diálogo, antes de ponernos a ello hay que aclarar sobre qué se va a dialogar.

Antes de nada, creo necesario aclarar que soy catalán y aragonés. Catalán, porque nací en Barcelona de madre catalana. Aragonés, porque mi padre lo era y siempre he vivido en Zaragoza. Eso, pienso que me da una visión especial del tema. O no.

En Cataluña hay un problema político. Guste o no guste. La existencia de cerca de dos millones de personas que por unos motivos u otros, no creo que los de la CUP sean los mismos que los de J per C, desean que Cataluña sea un Estado independiente lo pone de relieve. Personalmente me parecen una estupidez las independencias en el siglo XXI; y sobre todo, basadas en sentimientos que se sustentan sobre mentiras. Ni Cataluña ha sido nunca un territorio ocupado, ni la Guerra de Sucesión fue de secesión, ni la Guerra Civil enfrentó a no catalanes contra catalanes, sino que catalanes hubo en los dos bandos. Me parece una estupidez, repito, pero el que yo piense así no hace desaparecer el problema, ni el hecho de que ese sentimiento era de menos de un 30% de la población hace pocos años y ahora es casi del 50%. Y las razones de ello son políticas y políticamente hay que afrontarlas.

Y para ello lo primero es aceptar que ser partidario de la independencia es perfectamente legal en España. Lo ha dicho el propio Tribunal Supremo en su reciente sentencia, y de forma reiterada y clara: la Constitución protege todas las ideas, incluso la de la independencia.

Pero en Cataluña también ha habido un problema jurídico, cuando esa mayoría pro independencia, mayoría parlamentaria, en escaños, que no social, en votos, se saltó la ley, el Estatuto y la propia Constitución para tratar de sacar adelante su idea. Esa actuación fue contraria a la Ley y entiendo que no podía quedar impune. El Tribunal Supremo ha hablado y sentenciado y lo ha hecho después de un juicio que, como abogado, solo puedo calificar de impecable. Insisto, el juicio, impecable; de presos políticos, nada, miles de personas defienden las mismas ideas y ninguna está en prisión por ello; de exiliados, aún menos, no se exilia uno de un Estado de derecho, y España lo es; y de venganza, en absoluto, la sentencia es discutible, como todas, pero razonada y asumible.

Dicho cuanto antecede sobre la sentencia y el problema jurídico, que es posible que se vuelva a producir si el inefable Torra sigue en su actitud provocadora, resuelto el problema jurídico concreto producido, el problema político que hay detrás sigue ahí, pendiente de afrontarlo y resolverlo. Y ni lo va a resolver la actitud de unos miles de descerebrados pretendiendo incendiar Barcelona, sobre todo coincidiendo con la hora en que conectan en directo las televisiones, que esa es otra, las televisiones; ni la aplicación sin más del 155, el estado de excepción o enviar el Ejército. El día que hagamos eso habremos perdido a Cataluña definitivamente.

Porque el problema de fondo era y es político y corresponde a los políticos, no a los jueces ni a la Policía ni mucho menos al Ejército, solucionarlo. Y no podremos afrontarlo con posibilidades de éxito si no afrontamos todos el diálogo dejando de lado los sentimientos, o por lo menos entendiendo los sentimientos del otro. Y sobre todo si no asumimos que no hay nada inmutable, que las leyes se pueden cambiar, pero respetando los cauces previstos para ello, y que mientras no se haga, hay que cumplirlas.

Miguel Ángel Aragüés es abogado y exasesor jefe del Justicia de Aragón

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