Qué derroche, ahogar el latín

Bendición 'urbi et orbi'
Bendición 'urbi et orbi'

Cuando Joseph Ratzinger no imaginaba que sería papa, dejó dicho: «La crisis que estamos viviendo en la Iglesia se debe en gran parte a la disgregación de la liturgia». En 1964, un notable grupo de personalidades de la cultura pidió al papa Juan XXIII que preservase el latín litúrgico. No eran precisamente carcas y entre ellos figuraban los españoles Bergamín, Zambrano, Madariaga y Casals, además de Borges, Auden, Chirico, el Nobel italiano Quasimodo, Mauriac, Montale y Toscanini. Uno de ellos, Julien Green, presidente de l’Académie Française, escribió que veía «con horror» la pérdida que se avecinaba. «Tras esto, vendrá la oscuridad». El llamamiento no sirvió de nada.

En 1971, esta vez con Pablo VI en el solio papal, otros notorios firmantes asustados ante lo que ocurría insistieron en que el latín, en la Iglesia y en Europa, tenía tanta importancia simbólica y cultural como lo mejor del patrimonio material, puesto que los templos, los monasterios, las basílicas y las catedrales, que a nadie sensato se le ocurriría destruir, se habían erigido precisamente para acoger «un rito bimilenario, que hasta hace pocos meses era una tradición universalmente viva». De ese latín, mantenido vivo en un ritual ecuménico, había nacido un sinfín de obras «infinitamente preciosas» y no solo de místicos y clérigos, sino de poetas, músicos, filósofos, arquitectos, escultores y pintores «entre los mayores de todos los países y épocas». Por eso, añadía el texto, ese patrimonio no pertenece solo a la Iglesia católica y a sus fieles, sino que es universal. Debe decirse que los numerosos firmantes del mensaje no eran todos católicos. Junto a Graham Green o el duque de Norfolk, que sí lo eran, lo suscribían intelectuales o creadores tan descollantes como Agatha Christie, Vladimir Ashkenazy, Maurice Bowra, Yehudi Menuhin, Iris Murdoch y Joan Sutherland.

El origen de este temido cambio cultural, de tan amplias repercusiones, está en la ‘constitución’ ‘Sacrosanctum Concilium’, de 4 de diciembre 1963: ahí nació la misa católica dicha en lengua común y de frente a los asistentes. Oficialmente, fue Pablo VI quien celebró la primera, en una parroquia romana, el 7 de marzo de 1965. Pasado un tiempo, y derrotada ya masivamente la liturgia en latín, casi totalmente amputada de la misa –el rito católico más frecuente–, nació la certidumbre de su defunción que motivó el alarmado escrito de 1971.

Los papas, desde Juan XXIII, han hecho declaraciones en favor del latín, pero retóricas, sin voluntad de eficiencia ni alcance masivo. Su universalidad se estima caduca; su profunda dignidad, poco útil; y secundaria la precisión léxica en la fijación milenaria de los matices de la doctrina.

En 2005 ya no se reclamaba nada a la Iglesia, dándose por perdida la batalla. Pero más de 2.500 escritores de toda clase, como Vargas Llosa, Muñoz Molina, Sampedro y Luis Goytisolo aducían que conocer el latín y el griego era el acceso a las culturas que engendraron, matrices de la ‘civilización occidental’.

La última consecuencia advertida de este abandono es que incluso el papa se equivoca en la bendición más importante del año, la ‘urbi et orbi’ impartida en la plaza de San Pedro por la Pascua de Resurrección, en la cual ha dicho ‘Filius’ y ‘Sanctus’ donde se requerían ‘Filii’ y ‘Sancti’.

El latín muere de muerte lenta desde 1965 en su ámbito de predilección más extendido, que había sido el católico... ‘romano’. Su abandono ha sido un derroche.

Monomarental

Efectos secundarios de este morbo los hay por doquier, en forma de gestos iletrados. El último ejemplo es el Dr. Iglesias Turrión, un hacha disimulando sus ignorancias, ya sean sobre Kant o sobre Marx, pero atento a los últimos efluvios de la calle. Habla en televisión de la «familia monomarental», queriendo significar la familia en que hay madre, pero no padre o marido, por viudedad, separación, divorcio u otra causa. Cree, pues, que ‘parental’ equivale a ‘paternal’; y ‘marental’, a ‘maternal’. Pero parental, como pariente y parentela, no procede de ‘pater’, sino de ‘parire’ o ‘parere’ (existieron ambas formas), esto es, de ‘parir’. Quien pare es ‘parens’ (en el cristianismo a María se la llama ‘Virgo parens Christi’, la virgen que pare a Cristo). En latín, ‘parentes’ son los progenitores y, en general, los antepasados, no los progenitores masculinos.

‘Marental’ no es ‘maternal’, no alude a madre ni a mujer. No significa nada. Monoparental es que hay uno solo de los progenitores, sin acepción de sexo. Podría pensarse en términos como ‘familia solimaterna’ o ‘solipaterna’, uni- o monomaterna, etc. Así como poligamia incluye poliginia (varias esposas) y poliandria (varios maridos), monoparental incluiría tanto unimaterna o solimaterna como solipaterna o unipaterna.

Monomarental, por ser palabra nítidamente mema, tiene posibilidades de arraigar. Cualquier día de estos lo dirá la RAE.

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