¿Y tú, de qué tribu eres?

Los aragoneses Álvaro Blanchard y Cristina Uriarte llegan a Tanzania.

Parque Nacional Queen Elizabeth, en Uganda
¿Y tú, de qué tribu eres?

El sol empieza a dejarse notar ligeramente a través de los cristales ahumados de nuestro Toyota, cuando un golpe seco en el techo de nuestro coche me hace abrir el ojo. No le doy importancia, y sigo durmiendo, pero el segundo golpe ya consigue despertarme del todo. Cristina también se ha despertado, y justo cuando nos estamos preguntando sobre la causa del ruido, es cuando vemos la cabeza de un mono asomar por una de las ventanas. Le sigue una segunda cabeza, y una tercera que se acaba deslizando por el parabrisas. Creo que conté hasta ocho monos que trataban de ver que había dentro del coche. Da gusto despertarse a las 6 y media de la mañana con una carcajada… Ya podían ser todos los madrugones igual.


Abandonamos el lago Nkuruba y ponemos rumbo al parque de Queen Elizabeth. La carretera es preciosa, de esas que desearías que se te quedaran grabadas en la retina hasta el final de tus días. Colinas repletas de maíz y matoke, (una variedad de la banana que forma uno de los platos base de la dieta ugandesa), atravesadas por una pista de color rojo atardecer, donde bicicletas cargadas con racimos de matoke y mujeres portando jerry-cans amarillos en su cabeza (bidón de agua de 25 litros de capacidad) te saludan con una franca sonrisa a tu paso.


Queen Elizabeth es otro de los grandes parques ugandeses, donde leones, elefantes e hipopótamos comparten hábitat entre las praderas a la sombra de los montes Rwenzori, de más de 5000 metros de altura y las orillas del lago Eduardo. Nuestro objetivo en este parque era visitar la Garganta Kyambura para tratar de avistar los chimpancés. Ésta consiste en un profundo corte de 17 kilómetros de largo en el corazón de la planicie sabanera. En el interior de la garganta hay unos 25 chimpancés escondidos entre sus frondosos bosques, además de numerosos hipopótamos, algún elefante y otras especies de simios.


Descendemos junto a nuestro Ranger, y nos pasamos hora y media buscando indicios de los primates. Solo oímos los rugidos tenebrosos de los hipos que retumban en la garganta, hasta que al final damos con el rastro de un mono. Bueno... rastro... 'rastruñete', para que nos entendamos. Y de forma bastante humana, para ser más precisos. Nuestro guía, más esperanzado, continúa buscando indicios. Huellas en el barro, frutos mordisqueados, hasta que de repente oímos el característico grito chimpanceril.


El ranger nos conmina a correr para que no se nos escapen, ya que es más fácil localizarlos cuando gritan que cuando están dormitando en las copas de los árboles. Y ahí que nos vamos corriendo por la jungla en pos del macaco. Nos salimos de la senda y atravesamos un río por encima de un tronco con 4 hipopótamos que nos miran con ojos sorprendidos agitando sus orejas, hasta que tras unos matorrales vemos a dos chimpancés sentados en una rama a escasos metros del suelo.


Apenas nos da tiempo a desenfundar nuestras cámaras, cuando oímos un crujido detrás nuestro, y observamos a una bola de pelo, de algo más de un metro, andando sobre sus patas traseras y apartando ramas con sus delanteras, igualito que un macarra haciéndose sitio en una discoteca. Pasa a nuestro lado, y para imponer respeto, empuja una rama hacia nosotros, obligándonos a apartarnos a un lado. Se sienta en el suelo, a escasos 2 metros nuestro, posando para nuestras cámaras, cuando se levanta, agarra un tronco, lo arroja a nuestro lado y se encarama a un árbol. Lo dicho, algo macarrilla el monete.


Pasamos una hora contemplando los chimpancés, y descubres como en verdad somos primos hermanos. Sus gestos, sus muecas, como se mueven, se rascan las orejas, se sacan mocos, hacen pelotillas… con la misma habilidad y destreza que algunos humanos que conozco.


Dejamos atrás a nuestros primos lejanos y atracamos a orillas del lago Bunyonyi, otro de esos remansos de paz que bien merece la pena disfrutar. Estamos a 2000 metros de altura, con una niebla que no acaba de disiparse a lo largo del día, obligándonos a abrigarnos durante las noches. Pasamos un par de días limpiando a nuestro querido Ferdi por dentro y por fuera, que buena falta le hace, y disfrutando de las preciosas vistas de este lago.


De Uganda cruzamos a Ruanda, y tras poco más de dos horas de viaje llegamos a la frontera con la República Democrática del Congo. Cruzamos la frontera por la denominada Grand Barriere, entre la ciudad ugandesa de Gyseni y la congolesa de Goma. El trámite de inmigración es lento, y nos demora casi una hora. Nos exigen la vacunación contra la fiebre amarilla y un pago de 10 dólares por cabeza por el registro.


Cuando le pedimos un comprobante del pago, la oronda funcionaria nos dice que no hay tal comprobante, que o lo tomamos o por allí se vuelve a Ruanda. Sin muchas opciones, le damos los 20 dólares y nos dan permiso para cruzar la frontera.

Goma es una urbe de un millón de habitantes, sucia, caótica y polvorienta. Una ciudad fronteriza que te da mala espina, te hace sentir incómodo. De esos lugares que hacen sentirte inquieto, con ganas de huir y que te hacen mirar todo el tiempo a tu espalda.


Imagino que el que la ciudad esté literalmente tomada por las fuerzas de las naciones unidas, no ayuda a mejorar ese sentimiento. Y es que parece que los únicos coches que circulan por sus terrosas calles son todo-terrenos de la Cruz Roja y camiones con grandes pegatinas de UN armados con enormes ametralladoras y repletos de cascos azules equipados hasta los dientes. Descubrimos que en los aledaños de Goma hemos contado hasta 4 bases de las naciones unidas (una uruguaya, una india, una sudafricana y la cuarta sin dueño visible) y es que hasta hace muy pocos meses, un grupo armado rebelde campaba a sus anchas por esta zona del país, aunque parece que la situación es de calma. Tensa, pero calma.


¿Y que se les habrá perdido a estos dos en la República Democrática del Congo? Pues que ya que estamos por aquí y no andan a tiros, pues venimos a ver los gorilas de montaña en el Parque Nacional de Virunga y el volcán Nyiragongo, que tras el Erta Ale de Etiopía, le hemos cogido gustillo a esto de sacarnos el carné de vulcanólogos. Hace tan solo 7 meses que el Parque Nacional se ha abierto al público tras los conflictos con el grupo rebelde M23 y hay que aprovechar la oportunidad.


Nos alojamos en un cochambroso hotel de 30 dólares por una habitación sucia, sin agua caliente y donde la luz se corta cada dos por tres. Y es que en general los precios de Goma son abusivos en todos los aspectos. Los hoteles son demasiado caros para lo que ofrecen. Pero hasta el agua embotellada cuesta un euro (precio no de turista). No sabemos si son los precios de un país que no termina de salir de una guerra o es que el personal de las naciones unidas con sus astronómicos salarios hacen subir el coste de la vida.


El personal del parque de Virunga nos muestra cómo llegar a Kibumbu, punto de partida para avistar los gorilas, con unas indicaciones tan precisas cómo: "A 40 kilómetros, veréis que llegáis a un poblado, pasaréis primero un mercado de verduras, pasáis de largo, y cuando lleguéis a un segundo mercado, las oficinas del parque es la casa de tejado rojo que hay a mano izquierda".


Se nota que no vienen muchos turistas independientes por estos lares y lo que se estila es el viaje organizado. Pero no nos podemos quejar del personal del parque, que al contarles la mordida de 20 dólares que tuvimos que pagar en la frontera, realizaron un par de llamadas a algunos gerifaltes y conseguimos recuperar nuestro dinero, recibir cientos de excusas por lo sucedido y una promesa de expedientar a la Bárcenas fronteril.


Los 40 kilómetros que nos separan de Kibumbu nos demoran más de 2 horas, 1 control de policía de los que dan miedo con sus ray-ban de espejo y su boina verde ladeada, y muchas camionetas con amenazantes ametralladoras a lo largo de todo el camino.


Comenzamos nuestra caminata a la sombra del volcán Mikeno atravesando pequeñas chozas junto a huertos de judías y tomates y al cabo de 40 minutos y tras atravesar una alambrada, nos internamos en la jungla. El cambio de paisaje es radical, como cortado con un cuchillo. A un lado de la verja, huertos de hortalizas, al otro, la impenetrable jungla donde no puedes ver ni donde apoyas los pies. Uno de los rangers se va abriendo paso a machetazo limpio por lo que parece ser una senda.


Le cuesta trabajo el abrir un camino por el que podamos pasar sin grandes dificultades. El salirse de la senda es algo imposible, ya que la densidad de la vegetación es tal, que no puedes penetrar ni tan solo un metro en la espesura. La mayor parte del tiempo, no caminas sobre suelo, sino sobre un inestable colchón de raíces, hojas y ramas que te dan la sensación de que en cualquier momento, la selva de Virunga se va a abrir bajo tus pies para engullirte hasta sus profundidades.


Tras casi dos horas de penosa marcha, parece que hemos localizado a los gorilas. Subimos por una escarpada colina y allí vemos a una madre comiendo junto a sus dos crías que juegan revolcándose ladera abajo. Son como dos peluches con vida propia emitiendo sonidos y golpeándose el pecho imitando a sus mayores. Al poco rato oímos un crujido a nuestra espalda, y el macho de espalda plateada hace su aparición, colocándose a menos de dos metros de nosotros y observándonos de intimidante perfil.


El pulso se me acelera al ver tan de cerca a semejante mastodonte de 180 kilos de peso y unos jarretes de casi mi altura. Nuestros guías nos conminan a que retrocedamos lo que podamos (la espesura no da mucho margen) mientras emiten un gruñido con la boca que debe hacerle entender al macho de la manada que venimos en son de paz. Contemplar a los gorilas de montaña es una experiencia sin duda única. Ver sus ojos almendrados, sus manos tan similares a las nuestras, sus gestos, sus movimientos, como una madre da una palmada en el trasero a su hijo para que se suba a su lomo, como pelan un plátano, hace que merezca la pena cada segundo de la puntual hora que pasas con ellos.


Observar a los gorilas es algo oneroso, pero al menos han conseguido frenar la extinción de nuestros primos hermanos (compartimos el 98% del ADN) y que los gobiernos de los 3 únicos países que albergan los gorilas de montaña (Uganda, Ruanda y RDC) hayan descubierto que sale más a cuenta protegerlos y explotarlos como recurso turístico que dejarlos en manos de los desalmados furtivos y que las manos de los gorilas acaben decorando algún despacho de un magnate del petróleo. Y si encima lo haces completamente solo, es una experiencia que marca a fuego tu alma viajera.


Al día siguiente tenemos programada la subida al volcán Nyiragongo, de 3.470 metros de altura y uno de los volcanes más activos del mundo, ya que en los últimos 150 años ha hecho erupción más de 50 veces. La ascensión comienza desde una cabaña donde se alojan los rangers, cercana a la aldea de Kibati, y que te recibe con un tiroteado cartel de bienvenida al parque Nacional, que más parece un anuncio de queso gruyere que de un reclamo turístico. Subir hasta la cima sólo se consigue tras una vertiginosa ascensión de 5 horas donde se superan los casi 1500 metros de desnivel que separan el cráter del punto de partida.


El camino es agradable y tras superar las coladas de lava de la última erupción hace doce años y que se saldó con 170 fallecidos en la ciudad de Goma, penetramos en un bosque de cipreses y lobelias (esa planta tan característica de las montañas del este africano) antes de emprender el último repecho hasta el borde del cráter. El cráter del volcán Nyiragongo tiene 2 kilómetros de diámetro, y tras una caída vertical de unos 400 metros, se abre otro cráter en cuyo corazón se encuentra otra de las entradas al averno: el mayor lago de lava del mundo; una piscina de lava ardiendo y lenguas de fuego de 400 metros de diámetro.


Los vapores que emana son de tal magnitud que a veces nublan la visión de sus ardientes entrañas, pero en cuanto se disipan nos permiten disfrutar de la irreal visión de un caleidoscopio de lava y fuego.


Si alguien se pregunta sobre qué es mejor, si avistar el lago del lava del Erta Ale en Etiopía o el Nyiragongo, congolés, no os podemos dar la respuesta. En el Erta Ale, de menores dimensiones, estás mucho más cerca de la lava, pudiendo sentir sus ardientes lametazos. El Nyiragongo lo contemplas desde mucho más lejos, más o menos a un kilómetro de distancia del fuego, pero es de tal magnitud que es sobrecogedor.


Hacemos noche en la cima del volcán, en unas pequeñas chozas que han acondicionado para las visitas, cenando al abrigo de las estrellas y contemplando de noche la majestuosidad del volcán. La temperatura es baja, muy baja, rozando los cero grados. El helador viento que sopla en la cima acentúa esa sensación. Compartimos nuestra cena con nuestros rangers, ya que ellos solo tienen unas paupérrimas galletas como avituallamiento.


Al preguntarles la causa de por qué no les proveen de cena, nos contestan que ellos ganan 3 dólares al día, y que les dan de comida unas galletas y unas mazorcas de maíz, y que su salario no lo usan para comer, (en África lo habitual es comer una sola vez al día) sino para su familia. Nos parece obsceno el pagar tanto dinero y que los rangers reciban tan poco que no les llegue para comprarse comida y que el turista de turno tenga que comerse unos espagueti bajo la atenta mirada de un armado ranger del parque de Virunga.


De regreso a Goma, pasamos por las oficinas del parque a plasmar este comentario del que confirman tomar nota (ya nos contaréis los próximos que vayáis por allí) y tras comprar una chapata en una panadería al desorbitante precio de 2 dólares (estaba deliciosa, eso sí) nos preparamos para abandonar Goma camino de Ruanda. Pero Goma, esa ciudad sombría, lúgubre, nos deparaba una despedida digna de su condición. Ya en el coche y con la barra de pan aún caliente, se nos acerca una muchacha, que tendría poco más de 20 años y ataviada con un colorido vestido verde. Aún recuerdo su rostro desfigurado, sin nariz, con una horrible cavidad que se le adentraba en el cráneo, llevándose la mano a la boca pidiendo algo que comer. Una imagen dura, escalofriante, que nos llevamos como recuerdo y despedida de Goma y que 10 días más tarde aún me encoge el alma.


Abandonamos con el corazón encogido la República Democrática del Congo y ponemos rumbo a Kigali, capital de Ruanda. El país, a diferencia de su belicoso vecino, aparece ante nuestros ojos como limpio, ordenado y apacible. De hecho, están prohibidas las bolsas de plástico en todo el país. Kigali es una ciudad pulcra, de amplias avenidas de tráfico organizado donde nada parece intuir que hace 20 años estaban sembradas de cadáveres descuartizados a machetazos. Y es que quién no recuerda todavía el terrible genocidio de los tutsis a manos de los hutus.


Nos quedamos un par de días en esta agradable ciudad, visitando el obligado museo del genocidio, que explica perfectamente como se gestaron estos terribles sucesos, gracias a la iluminación de alemanes y belgas que se empeñaron en clasificar a una población que vivía indiferente a su grupo tribal, y como esa semilla de diferenciación germinó en un genocidio que exterminó en tan solo tres meses a más de un millón de personas y provocó más de dos millones de desplazados.


Pero lo más sorprendente es comprobar como en tan poco tiempo han conseguido perdonar y olvidar, utilizando para ello unos tribunales populares en cada aldea, los Gacaca, donde los asesinos podían confesar sus crímenes ante los familiares de sus víctimas y ver así reducida su condena. Con ellos se conseguían que los culpables pidieran públicamente perdón y las víctimas supieran quienes habían matado a sus familiares y donde estaban enterrados. El museo es sobrecogedor, impactante, provocando que la lágrima aflore fácilmente y se te quede el corazón encogido.


Más aún cuando en una sección donde hay 2.000 fotos de víctimas, ves a un señor de avanzada edad, sentarse en una de las banquetas que hay frente a los retratos y acariciar dulcemente una de esas fotos. No tuve valor de acercarme, una vez que se marchara cabizbajo, para ver que imagen estaba contemplando.


Tras Ruanda nos dirigimos sin prisa a Tanzania disfrutando de una idílica acampada a orillas del lago victoria en la localidad de Mwanza donde ya no me puedo resistir a la insistencia de Cristina, que tijera en ristre decide cortarme el pelo. Ya sin greñas nos adentramos en el Serengeti, probablemente el mejor santuario de fauna salvaje del mundo. Creo que la intención de Cristina en su afán peluqueril es que no hiciera competencia a los leones que merodean por el parque. Pasamos 3 días y 2 noches tratando de avistar los animales del parque. Un día lo utilizamos para, los dos solos, explorar los rincones más alejados del parque, donde no te cruzas con un solo turista (hay menos animales, eso también es verdad) pero los paisajes son de los más bonitos que he visto en un parque africano.


Colinas de terciopelo verde salpicadas de acacias planas donde merodean grupos de jirafas y elefantes que te bloquean amenazantes la carretera. Otro día contratamos a un aprendiz de ranger, Arka, que nos ayudó a descubrir a los esquivos felinos.


No es que Arka estuviera muy pendiente de descubrir animales entre las hierbas, pero como se conocía a todos los conductores de las camionetas de turistas que merodean la zona de Seronera, el epicentro del parque, estos le indicaban donde habían avistado al león, al leopardo o al guepardo. Así pudimos ver a una leona durmiendo a horcajadas en una rama, a un leopardo imitando a su prima y dos guepardos zampándose los cuartos traseros de una gacela Thomson. Pero lo mas espectacular fue descubrir a un grupo de 14 leonas acechando a un nutrido grupo de búfalos. Se iban acercando como el que juega al chocolate inglés a la pared. A pequeños pasos y tumbándose entre las espesas hierbas, tratando de acortar los 200 metros que les separaban de la manada. De repente, un búfalo remolón se dirige hacia la manada, así que las leonas cambian su interés en pos del solitario bóvido.


Éste, al verse separado de su grupo por semejante barrera hostil, emprende una alocada carrera para unirse a su manada, y las leonas se lanzan a su captura. Vemos como saltan enganchándose con sus garras a sus cuartos traseros, hincándole sus mandíbulas. Hasta 4 leonas llegan a estar enganchadas a la grupa mientras el búfalo sigue su carrera hacia la salvación, pegando coces a diestro y siniestro, lanzando a unas cuantas leonas hacia los aires como auténticos peleles.


Finalmente el búfalo consigue deshacerse de sus atacantes e integrarse algo maltrecho en la manada, mientas las leonas se tumban en la hierba a lamerse las heridas. Al rato, levanta la melenuda cabeza el macho, que pese a no haber intervenido en la cacería, lanza desaprobatorias miradas a su prole. Hoy no toca merienda… nunca había conseguido vivir un documental de La 2 en rigurosísimo directo.


Salimos del parque por la zona norte, por la denominada Kleins Gate, para perdernos por las pistas del norte de Tanzania. Abandonar el parque del Serengeti para adentrarte en tierra masai es como salir de un cuidado jardín para acabar en una desaliñada parcela de una casa abandonada. Las idílicas praderas de hierba verde salpicadas de perfectas acacias colocadas en el lugar exacto donde pace tranquilamente una cebra se transforman en desordenadas colinas de arbustos donde vacas marrones y blancas pastan acompañadas de un masai, ataviado con su inconfundible manta a cuadros rojos y una lanza al hombro. El Serengeti es un paraíso en la tierra y recomiendo a todo el que tenga la oportunidad, venga al menos una vez en su vida, pero confieso que me siento más cómodo perdiéndome por los caminos africanos. Tienen un sabor especial del que es difícil desprenderse.


Se ve que pocos turistas cruzan estas latitudes, y es que los masais se nos acercan curiosos a saludarnos, cotillear y a gorronear de nuestra agua (que amablemente compartimos). Pasamos un par de días por estas solitarias pistas, sin cruzarnos con un solo coche y sí con muchas vacas, cabras y masais de coloridas mantas. Y es que los masais basan su riqueza no en el dinero sino en las vacas que posees. Un masai que ostente un rebaño de 2.000 vacas es considerado un millonario, y por tanto puede casarse con hasta 40 mujeres.


Tal y como nos contó un simpático masai que hablaba un perfecto inglés, las relaciones sexuales son para procrear, y como tal no hay problema en compartir alguna de tus esposas con tus amigos e invitados. Una vez es correcto, dos ya es abusar (como todo en esta vida). Los masais son altos, espigados, de imponente planta. Y es que de hecho son un pueblo guerrero.


Todo masai debe pasar por varios estadios del guerrero, desde el joven de apenas 10 años que lanza en ristre se dedica a cuidar del rebaño, a los ancianos que son los que proveen consejos y sabiduría a la aldea Los jóvenes casaderos de ambos sexos se atavían con tocados de pelos postizos ellos y con coronas de color blanco ellas para llamar la atención del resto de púberes. Los niños que llevan una placa metálica anudada en la parte trasera de la cabeza es que acaban de ser circuncidados. Las mujeres llevan numerosas pulseras y tobilleras, así como coloridos collares de cuentas de colores. Los hombres llevan una o dos mantas o telas anudadas al hombro, y ceñidas por un cinturón del que pende un largo cuchillo y ambos suelen portar otra manta más con la que se cubren la cabeza en los días de calor.


La mayoría suelen calzar las típicas sandalias masai, fabricadas con restos de neumático e imitado por una empresa italiana, pero a un precio 100 veces superior al que encontramos en los mercados locales.


La llegada al lago Natrón es espectacular. Las arbóreas colinas dejan espacio a un paisaje reseco, que recuerda a los familiares monegros, pero con alguna acacia desperdigada por aquí y por allá. La pista se va haciendo más complicada, con profundos desniveles que superar, pero de repente, el paisaje desértico y lunar desaparece, y como si a un pintor se le hubiera caído un bote de pintura verde sobre un lienzo rocoso, nos vemos circulando por las verdes colinas de Escocia, pero en vez de gaiteros escoceses, esbeltos masais con un atuendo no tan diferente a los lejanos highlanders.


Acampamos en una pequeña aldea, en un idílico hotelito-camping de alta hierba y sombreado por frondosas acacias planas, donde no deben recabar los mzungus demasiado a menudo. A la hora de registrarnos en el libro de huéspedes, uno de los campos a rellenar era, tras nombre, apellidos y lugar de nacimiento, el de tribu.


Comprobando los anteriores huéspedes del hotel, todos habían rellenado el susodicho campo (todos eran africanos, ninguno occidental). Pese a que me considero un ciudadano del mundo, siempre he llevado con orgullo mis raíces y sin duda África es el destino que más me ha cautivado desde la primera vez que puse en pie en estas tierras, hace ya más de 15 años, por lo que nunca he dudado de cuál es mi tribu, que orgullosamente anoté en el registro de huéspedes del pequeño hotel: Bosquimaño.