Sin cambios en Atlantis
James Wan, director con recorrido en el ‘thriller’ y el terror (‘Saw’, ‘Insidious’, ‘Expediente Warren’), sacó su lado lúdico en ‘Aquaman’ (2018), en la que lo vistoso chocaba con lo postizo y lo formulario. Tras desatarse en ‘Maligno’, Wan regresa a Atlantis con ‘Aquaman y el reino perdido’, secuela en la que aplica lo festivo rebajando el tono ‘verbenero’ (esas ocurrencias cómicas que jugaban con la autoconsciencia, el ridículo y la tontería) y apostando por una modulación del carácter liviano también indicativa de cómo entiende la temática asociada al mundo del cómic. La película resulta más entretenida que la original pero subraya que, sin un profundo cambio de rumbo (Warner ha empezado a diseñarlo), el universo cinematográfico DC seguirá a la deriva. A su vez, como ocurre en Marvel, exhibe el empobrecimiento que ha traído la supeditación a la sobredosis digital cuando además se detecta desde hace tiempo que el CGI plasmado por la industria está menos cuidado que antes.
La descripción inicial de la doble faceta, como padre y como rey, del personaje encarnado por Jason Momoa (de nuevo cargante a ratos) anuncia la incidencia que va a tener lo convencional, realidad después constatada por el perfil funcional del villano vengativo y por el anodino y muy de agenda discurso sobre la amenaza climática. A pesar de todo esto, el filme deja resquicios para la evasión pasajera, canalizada por lo que transmite el espíritu narrativo de Wan, por la tregua y la alianza entre rivales, por la no menos clásica cuestión del mal ancestral que usa un ‘instrumento’ para resurgir y por los elementos desplegados en el tramo clave. El segundo aspecto mencionado, materializado en que Aquaman recurre al hermano al que se enfrentó, desprende su interés por la presencia de Patrick Wilson (el actor con el que más ha colaborado Wan) y por el concepto de ‘buddy movie’ y el humor que rigen la tensa relación fraternal.
