Una fortuna y una joven heredera que se ha quedado sola. La visita de los administradores a la finca de Maud, de luto por la muerte de su padre, expuesta al inicio de ‘El legado’ anuncia que las intenciones de los demás hacia la adolescente y sus propiedades van a centrar la historia. Desarrollada en el siglo XIX e inspirada en una novela de J. Sheridan Le Fanu, la película irlandesa parte de la situación de que la protagonista acepta, cumpliendo con el deseo paterno, de que su tío, al que no conoce, resida junto a ella para tutelarla y aconsejarla. La directora Lisa Mulcahy articula uno de esos relatos en los que la sugerencia reposa en la tensión que late desde el principio y que va asomando hasta que cobra corporeidad. Este componente se manifiesta en lo que desprenden las conversaciones, con la carga que aportan la sutileza y la frialdad, y en la expresión de lo que siente el personaje que Agnes O’Casey interpreta con recorrido.

Su descripción indica que Maud tiene las cosas claras respecto a su vida y a la herencia, firmeza primero ajustada a la cortesía por la llegada de su tío y de sus primos. Aunque las actitudes de sus familiares y las circunstancias la llevan a inevitables momentos de fragilidad, ella procura agarrarse a la fortaleza y exhibirla. En paralelo, su tutor pasa de la amabilidad y el respeto (bajo los que ya se intuyen los matices ocultos) a directamente enseñar su oscuro fondo, del mismo modo que sus hijos y la institutriz dejan patente su odiosa condición.

El trabajo de Mulcahy se aprecia en lo referente a cómo transmite la progresiva incomodidad de Maud y la realidad de que acaba estando atrapada en su hogar. También en su plasmación del violento, repugnante y traumático episodio nocturno y de la escena en la que se percata de una consecuencia física relevante. En línea con el prólogo, el cierre guarda dimensión por su lectura sobre las mentiras y el aprendizaje vital.