literatura. cuentos contra el virus

'Del uno al otro confín', un relato de Miguel Mena

El autor de 'Canciones tristes que te alegran el día' describe un paseo por una Zaragoza casi espectral, golpeada por el temor, el silencio y el virus

Miguel Mena. Cuentos contra el virus.
Aspecto de la plaza de Los Sitios, por donde sucede parte del trayecto de Miguel Mena.
Heraldo.

El Ebro baja lodoso y ocupa todo su cauce. Tres personas atraviesan el puente. Destacada, una mujer que arrastra un carro de la compra. Veinte metros detrás, un hombre que arrastra un carro de la compra. Después voy yo; sin carro. Cuando la señora está a punto de llegar al semáforo, un coche de policía invade la acera y se aproxima a ella. Le piden explicaciones. El hombre del carro y yo nos detenemos a una distancia prudencial y aguardamos nuestro turno para justificarnos. No puedo escuchar qué dicen, pero lo intuiré enseguida al entender con nitidez lo que trasmiten al hombre: ¿A santo de qué cruza el puente para hacer la compra si tiene otros establecimientos más cerca de su casa? El interpelado hace ademán de darse la vuelta, pero le dicen que no: ya que ha llegado hasta allí, que concluya el recorrido en su comercio favorito. Pero que sea la última vez. La próxima, al más inmediato a su domicilio.

Me alegro de no llevar carro, pero llevo mochila. Dentro de ella, carpetas, bolígrafos, bloc de notas y una grabadora. Mi interrogatorio es rápido: voy a trabajar y llevo encima el salvoconducto. Lo enseño. Pase. Apenas lo han mirado. Atravieso el pasadizo que desemboca en la plaza de la Piedad, a la que todos los edificios dan la espalda salvo los de la calle Sepulcro. Nadie habita en la plaza de la Piedad. No hay portales ni buzones ni gente a la que escribir. Sí los hay enfrente, los que viven en Sepulcro. Hoy ese nombre suena más estremecedor que nunca.

En la estrecha calle Gavín, junto a la puerta trasera del supermercado, hay ocho cajeras y reponedores charlando. Cuatro a cada lado y separados entre sí. Paso por el medio y les doy los buenos días y las gracias. Muchas gracias.

En la esquina con Palafox cuelga una bandera de España. En la calle Liñán, una pancarta pide: "Tened memoria". En San Vicente de Paúl reina un silencio impropio, espeso, casi molesto. A lo lejos aparece una mujer con un perro. Según nos acercamos, veo que es una anciana. Población de riesgo, pienso para mis adentros. En ese momento se me olvida que ya he cumplido sesenta años. Cuando me cruzo con ella, dice: "Es impresionante, ¿verdad?". Se refiere al vacío. Se refiere al silencio. De no haber sido por eso, jamás habríamos hablado. En el edificio que hay al fondo, en el Coso, se lee en grandes letras: ‘Células Madre’. A la vuelta de la esquina, en la calle Rufas, carteles más pequeños anuncian: "Cubatas, 5 euros. Cerveza litro, 5 euros. Tres tapas, 2’50". En la misma acera, una casa de apuestas y una oficina de servicios funerarios. La vida sigue, pero hoy apenas se la ve por ningún lado.

En la plaza de los Sitios hay tres o cuatro perros que pasean a sus dueños con bozal. En el otro extremo se afana un barrendero. Paso a dos metros de él y le doy los buenos días y las gracias. Muchas gracias.

Ya solo me queda la calle Costa. Mientras subo por ella, me viene una palabra a la cabeza: regeneracionismo. La repito varias veces a ver si me entra del todo: regeneracionismo, regeneracionismo, regeneracionismo. Por qué me sonarás tan bien y por qué te pronunciaré tan mal.

Mi destino está a un paso, en la calle Isaac Peral. Soy un submarino en soledad. He navegado bajo el manto de extrañeza de una ciudad que no se reconoce a sí misma, sin ningún sonido alrededor, como si el asfalto se hubiera transformado en el fondo del mar. Soy un submarino urbano atracando en el puerto de Isaac Peral.

Cuando pasen las horas, de vuelta en mi ensenada natural, sacaré el periscopio, veré a mis vecinos aplaudir y les daré las buenas tardes y las gracias. Muchas gracias.

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