literatura. cuentos contra el virus

'Los niños muertos', un relato de amor imposible de Óscar Sipán

El escritor oscense, maestro del microrrelato, narra una historia y de soledad, y aborda qué sucede en la vida cuando se superan algunas fronteras

Óscar Sipán. Cuentos contra el virus.
Óscar Sipán se mete en un mundo poblado de soledad y sombra.
Víctor Meneses.

No hay puertas ni ventanas para acceder a mis recuerdos. Para poner en orden mi vida, debo arrojar una granada a mi cabeza y jugar a los puzles. Y en mi puzle sentimental está Adriana. Solo allí tengo jurisdicción para acercarme a su cuello o pasear agarrado a su cintura. Caminaba ligeramente de puntillas, con ese andar despreocupado de las maestras rurales y de los operados a corazón abierto. Primero, me enamoré de su voz, rota y dulce, y luego de su encanto. Nos creemos inmortales, seres de diamante y titanio, cuando estamos construidos de un material que se deshace en lágrimas: el yeso. Adriana era de yeso, blanca como los sueños de un albino. 

Cuando la conocí, se estaba muriendo de pena; la arrastraba como la cola de un traje de novia. Había reducido el Universo a una cara. Se arrojaba al río una y otra vez, como un Martín pescador que siempre sacase el mismo pez, y ese pez era un niño muerto. En esta vida, todo es relativo: el cenicero de arcilla –torcido, poroso, mal ejecutado– de un niño muerto es un tesoro de valor incalculable. No hay nada más terrible, más desgarrador, que el diagnóstico de un tumor infantil. A Adriana se le paralizó el porvenir.

Me telefoneaba siempre a la misma hora. A las diez de la mañana, el Teléfono de la Esperanza era un lloradero de princesas desgraciadas que dejaban a sus hijos en la guardería y llamaban para pedir ayuda. Un macadán de historias que contaban la Historia del mundo. El teléfono proporcionaba una intimidad que ni el sexo con desconocidos conseguía, y los voluntarios aliviábamos la soledad de los usuarios escuchando. Para Adriana no era más que otro intento para levantarse. 

El psiquiatra le había recetado toda la paz artificial que había en el mercado, pero su niño muerto siempre regresaba a casa, con su cabeza rapada y sus ojos grandes, sus piezas de tente o sus cuadernos para colorear. Los niños muertos no se añoran, se necesitan desesperadamente. Y esa desesperación niega toda posibilidad de futuro. Los niños muertos te obligan a acampar a la intemperie, en torno a sus tumbas, para pudrirte en vida. Los niños muertos son estrellas lejanas que todavía dan luz, pero que ya no están. Los niños muertos te alejan de Dios, o de la ausencia de Dios, y las mujeres de yeso, como Adriana, se deshacen en lágrimas, huecas por dentro de tanto llorar.

Me había enganchado a Adriana. Cuando no llamaba, recorría las calles en su búsqueda. Hasta que un día rompí la regla más importante, crucé la frontera prohibida, la línea Maginot que toda relación voluntario-usuario nunca debe traspasar: quedé con ella en el mundo real. Al verla entrar por la puerta de la cafetería, supe dos cosas: que la había buscado en todas mis relaciones anteriores y que, despeinada, sería la mujer más hermosa del mundo, es decir, de mi mundo. Las camareras con delantal nos sirvieron pastel de cerezas y un chocolate suizo que parecía magma del Krakatoa. Le tomé la mano y sentí la felicidad en vuelo rasante.

Se vino a vivir a mi casa. La convivencia fue un infierno. Puedes hablarle con ternura a un león, pero no al recuerdo de un niño muerto. Se despertaba gritando en sueños y lloraba sin poder articular palabra. El latido del niño muerto atravesaba todas las dimensiones conocidas; no existían malabares que distrajesen a Adriana del niño muerto. Empezaba a tender la ropa y se quedaba inmóvil, petrificada en un suspiro. Muy pronto descubrí que el niño muerto apenas dejaba espacio para mí.

La culpa lava mal y deja manchas. No debí perder los nervios y dejarla sola aquella tarde, sola con esa corona de espinas que era el niño muerto, y ahora regreso, una y otra vez, y trato de acercarme al arrepentimiento, ese supermercado abierto las veinticuatro horas. 

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