literatura. cuentos contra el virus

'Anatomía para extraños', un relato de Carmen Santos

La escritora explora el extrañamiento y la soledad de un matrimonio y su renacida pasión durante el confinamiento.

Carmen Santos. Cuentos contra el virus, 21.
Una imagen para sugerir el mundo de Carmen Santos.
Víctor Meneses.

Aquella tarde le esperó sentada en el sofá. Llevaba todo el día preparando lo que pensaba decirle. Eran muchos años compartiendo su vida con un extraño. Estaba cansada. Quería el divorcio. Miró hacia el televisor. ¿Por qué lo habría encendido? Asomó el presidente del gobierno. Entre las frases que dijo, ella asimiló palabras como virus desconocido, cuarentena, confinamiento. Oyó abrirse la puerta de la calle. Y ruido de pasos arrastrados. Entró el extraño. Se dejó caer a su lado. Los dos escucharon al presidente, cada uno aislado en su cápsula de silencio. Por primera vez en años, se miraron y supieron que pensaban lo mismo. Iban a pasar muchas horas juntos. No había escapatoria.

Consiguieron evitarse mutuamente durante los primeros siete días. Cuando se ponía el sol y todo el país salía a los balcones para aplaudir la heroica labor de los sanitarios, cantar y bullir tras horas de angustia, cada uno se asomaba desde una habitación distinta. Al octavo día, ella sintió una mano sobre su hombro mientras aplaudía. Se volvió. Recorrió con la vista esos dedos largos, algo velludos, de uñas cuidadas, que llevaban años sin acariciar su piel. Se enamoró de ellos sin remedio.

Adquirieron la costumbre de sentarse en el sofá para seguir las noticias en la tele. Sin hablar. Ni tocarse. Pero juntos. Al décimo día, ella le miró de reojo. Quedó prendada de su perfil. Aguileño. Con un ligero toque griego. Murió de amor por esa nariz.

Al decimoquinto día de confinamiento, el extraño empezó a comentarle las novedades sobre el avance del virus. Ella no escuchaba las cifras que él aportaba con soltura de científico. Solo podía mirar sus cejas negras, de trazo rotundo que se movían como alas de pájaro en pleno vuelo cuando él hablaba. ¿Cómo podía amar tanto esas cejas?

Cuando llevaban veinte días de cuarentena, el extraño se sentó enfrente de ella mientras desayunaba en la cocina. Abismó en sus ojos una mirada en la que se mezclaban miedo, resignación y una ternura largamente añorada. Ella se sumergió en su iris de color miel. Y se perdió de amor por esos ojos líquidos.

Al mes, se prendó de sus labios carnosos, siempre rojos como si llevaran carmín. Llevaba tantos días llenándose de amor que no pudo contenerse. Besó la boca del extraño al que en tiempos remotos creyó amar. Él no la rechazo. Enredados como hojas de hiedra, se apresuraron al cuarto donde habían dormido durante una eternidad, espalda contra espalda, soledad contra soledad. Se devoraron el uno al otro con el ansia de la primera vez.

Durante aquellos días grises retaron al virus buscándose por partes bajo el nórdico con funda multicolor de Ikea. Una mañana descubrían un omóplato, una tarde el lóbulo de una oreja, a mediodía un pezón sonrosado, por la noche la curva de una cadera, de madrugada la hermosura rotunda de un pie, al despertar el humilde abismo de un ombligo. La exploración mutua les hizo perder la noción del tiempo. Olvidaron la amenaza que se cernía sobre el mundo que habían conocido. Dejaron de añorar su Atlántida perdida de hipoteca, tarjetas de crédito, ropa a la última y escapadas a lugares con encanto. Solo importaba el calor de sus cuerpos cautivos del placer rebrotado.

Una mañana de verano, cuando los dos desayunaban juntos en la cocina, el presidente del gobierno asomó a la pantalla del televisor. Ojeroso, las mejillas hundidas, los labios mínimos de tanto apretarlos, anunció que el peligro había pasado. Se acabó la cuarentena.

Ella abismó su mirada en la del hombre al que había redescubierto por fascículos; al que volvía a amar con todo su ser. El que de pronto la escrutaba desde un iris convertido en una pieza de ámbar opaco. Y le oyó decir:

- Quiero el divorcio.

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