ocio y cultura

Recuerdos de Miguel Labordeta Subías, del poeta feliz al hombre vencido

Juana de Grandes, presidenta de la Fundación José Antonio Labordeta, recuerda a su cuñado, el autor de ‘sumido 25’, 'Violento idílico' y ‘Transeúnte central’ a los 50 años de su muerte

Miguel Labordeta.
Familia Labordeta Subías. Detrás: Miguel, Manuel y Luis, abajo, con los padres, Donato y José Antonio.
Archivo Familia Labordeta.

Dar una visión personal sobre el Miguel Labordeta más familiar resulta difícil, porque como buen Subías era un hombre que vivía hacia sí mismo, al igual que su madre, Sara Subías. Miguel a duras penas sabía relacionarse con el exterior, exclusivamente lo hacía con aquellos con los que les unía o bien lazos de sangre, o bien aficiones literarias y artísticas y cuando me refiero a ese «relacionarse» no estoy hablando de su yo más íntimo. Realmente para conocer o intuir a Miguel Labordeta (1921-1969) hay que recurrir a su obra poética y a su obra teatral ‘Oficina de Horizonte’.

Mi primer recuerdo de Miguel fue una tarde en el Teatro Principal, donde se representaba una obra de Mihura, cuando fuera de lugar se escuchó una risotada; entonces José Antonio, quien ya me había hablado de su hermano, me dijo: hoy vas a conocer a Miguel. Y así fue. Estaba acompañado por el poeta Ignacio Ciordia, que era su acompañante oficial en las tardes de cine y tardes de teatro.

Al acabar la función José Antonio buscó a su hermano, que acostumbraba a sentarse en las últimas filas y en butaca de pasillo, y me lo presentó. Me pareció un hombre profundamente tímido, educado, con una humanidad desbordante y había algo en él que desde el primer instante en el que lo conocías te atraía y ya querías saber algo más de ese ser humano que adivinabas profundo y complejo.

Ya llevaba casi tres años de relación con José Antonio cuando una tarde me dijo que estaba invitada en su casa a merendar para conocer a toda su familia. Me anunció que iban a estar todos sus hermanos, doña Sara y Teresa, sirvienta de la familia desde el nacimiento del hijo más pequeño, Donato. Mis impresiones al entrar por primera vez en la casa del Buen Pastor fueron de oscuridad, espesor en el ambiente, tanto por el mobiliario como por las imágenes religiosas que contrastaban con el carácter y forma de pensar que yo conocía y veía en José Antonio. Teresa, quien nos abrió la puerta, me impactó con su ojo nublado por un accidente casero y su forma de vestir y de ser y de andar: en aquella casa había una tendencia a que el tiempo se ralentizara y con él los movimientos personales y todo me sorprendió mucho porque nada tenía que ver con la casa de la que yo venía: luminosa, alegre, vital, rápida y con mujeres menudas llenas de brío.

Me llevaron hasta el comedor de los días de fiesta y allí conocí el placer que doña Sara sentía por los pasteles y dulces de la confitería zaragozana Tupinamba. Otra persona que me impactó fue su hermano Luis, enfermo de epilepsia, y me di cuenta de que todos los miembros de la familia estaban pendientes de él de una forma excesiva, algo que con el tiempo comprendí. Donato, en aquella tarde, fue mi verdadero apoyo porque era mi amigo de los primeros años de la Universidad y Miguel me dijo: «Eres bienvenida a este clan, pero sé que un día te llevarás a mi hermano». Recuerdo su gesto de aquella tarde, sonriéndome irónico y profundamente cariñoso.

A esta tarde sucedieron múltiples veladas en la casa familiar del Buen Pastor. Eran sobremesas interminables, a las que también acudían mi cuñado Manolo con su mujer Rosa y donde cada uno ocupaba el lugar que mi suegra había designado para él. Miguel, cuyo padre ya había muerto, ocupaba siempre la cabecera y a derecha e izquierda se repartían los hermanos. En aquellas sobremesas se hablaba de todo, sobre todo de cine (Hay que recordar que Manolo fue director de cine y la relación entre los dos hermanos, que eran los mayores, fue muy intensa hasta que Manolo se casó). También se hablaba de literatura, de política, de teatro, de fútbol y de pronto sin saber ni cómo ni por qué y sin que viniera a cuento Miguel desaparecía y se metía en su cuarto.

Un espacio en el que recuerdo a Miguel disfrutar mucho era en la fiesta anual del colegio Santo Tomás de Aquino, coincidiendo con su patrón el día siete de marzo. En esa fiesta se interpretaban dos piezas teatrales, una clásica y otra de zarzuela, deportes, premios literarios y una comida de hermandad con todo el profesorado del colegio. Miguel acudía a todo, pero a su aire y esa de alguna forma era su manera de vida: libre, sin ataduras, sin horarios y eso la familia lo aceptaba porque Miguel era así y no se discutía. Había otras dos fechas muy importantes para la familia, también religiosas a pesar de que aquella familia no era especialmente religiosa: el día de Navidad, donde se juntaba toda la familia con los amigos que vivían en el exilio y que volvían para esas fechas, y Viernes Santo, donde la comida se prolongaba hasta la salida de la procesión desde la Iglesia de Santa Isabel y desde los balcones de la casa de El Buen Pastor, que daban sobre la plaza del Justicia, toda la familia nos sentábamos para ver la salida de la procesión. Era un ritual que se repetiría año tras año, también cuando Miguel ya no estaba.

El día de mi boda, que casualmente nos casamos un día de San Miguel del año 1964, Miguel lo disfrutó como siempre a su manera. Llegó tarde a la iglesia y con un letrero debajo de la solapa: «Soltero para siempre». A la boda vinieron todos los poetas amigos del Niké, fue una boda especial y Miguel pasó uno de los mejores días de su vida como meses después me diría.

También recuerdo viajes entrañables. El primero a Sitges, a ver el mar: Miguel era un enamorado del Mediterráneo al que acudía con frecuencia. Viviendo José Antonio y yo en Teruel vino en tres ocasiones: la primera con el poeta Manuel Pinillos; llegaron al atardecer porque de hecho solo venían a cenar y continuaban viaje y yo la verdad es que estaba un tanto atemorizada por su llegada, pero lo no que me podía imaginar es que Miguel llegaría con la culera del pantalón rota y yo tendría que cosérsela mientras él, en calzoncillos, esperaba en el baño gritando: «Se lo contaré a tu suegra, que no has sabido coserme los pantalones».

Recuerdo sus risotadas interminables y no exentas de cierta ingenuidad. Se los cosí y pasé aquella prueba y nuestra relación se fue consolidando y fue más cercana, cariñosa y familiar. La segunda vez que vino a buscarnos fue para llevarnos a Cuenca para ver el Museo de Arte Contemporáneo y desde allí a Madrid para ver una obra dirigida por Alfredo Marsillach, no recuerdo el título, pero sí que se trataba de la vida de Marilyn Monroe. A la mañana siguiente fuimos al Museo del Prado, le gustaba volver sobre determinadas salas y pintores de ese museo.

En la tercera ocasión nos llevó hasta el Maestrazgo y recuerdo que fue un viaje que a José Antonio y a mí nos sorprendió mucho y de alguna forma fue una iniciación a ese amor que luego acompañaría a José Antonio durante toda su vida por esos paisajes turolenses: Cantavieja, La Iglesuela del Cid, Castellote… De allí nos fuimos hasta el Mediterráneo una vez más, concretamente a Oropesa del Mar, donde en los veranos siguientes vendría a vernos a nuestra casa. Allí, con gran emoción, vio como el hombre pisaba la luna por primera vez. En Oropesa disfrutó mucho de sus sobrinas, sobre todo de su ahijada Ana y de la pequeña Ángela, con las que les gustaba fotografiarse y entrar en el mar. Fue en Oropesa, un primero de agosto del año 1969, cuando recibimos la triste y fatal noticia de su fallecimiento: Miguel había muerto y en la familia Labordeta/Subías muchas cosas cambiarían.

Miguel Labordeta.
José Antonio, Juana de Grandes y Miguel Labordeta en Canfranc.
Archivo Familia Labordeta.

Cuando conocí a Miguel, él tenía ya 38 años y la impresión que daba era la de un hombre vencido, como si la vida le pesara demasiado. Lo entendí cuando supe la historia familiar: Miguel nació feliz, fue feliz en su carrera, fue muy feliz en su estancia en Madrid donde marchó para hacer la tesis doctoral y volvió con su libro de poemas, ‘Sumido 25’, pero la historia de su vida lo fue convirtiendo en un hombre vencido: la guerra, el miedo a ser movilizado para ir al frente, las acusaciones hacia su padre y la epilepsia de su hermano Luis, que se hace latente cuando éste tiene quince años y de alguna forma Miguel es quien se hace cargo del hermano enfermo: Luis solo sale a la calle con Miguel y lo hacen para ir a ver el fútbol.

Sentimentalmente no fue un hombre afortunado, padeció el desamor al enamorarse de una alumna a la que Miguel daba clases en el Santo Tomás, Pilar, y con la que no llegó a tener una relación seria, debido, se dice, a que los padres de ella no querían un poeta y a un hombre tan mayor casado con su hija. Tuvo buenas amigas, como fue el caso de Carmen Sender y su amiga Sol Acín.

Otro intento amoroso fue Pilar Fillat, también alumna del colegio y también diez años menor. Hubo paseos, quedadas y alguna sesión de cine, pero poco más. Según Fillat era un hombre ensimismado, retraído y con terribles dificultades para comunicarse. Todo esto le llevó a una vida desordenada y así el poeta encontró cobijo en su faro desde donde escribió los versos más dolientes y hermosos.

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