Hacía mas de dos mil años que lo habían crucificado y había conseguido resucitar al tercer día. Sin embargo, cada año, Julia lloraba desconsoladamente reviviendo todo el relato bíblico: 

El Jueves Santo empezaba a llorar preguntándose quién había preparado la última cena. ¿Pan y vino?

El Viernes recorría la ciudad formando parte de la procesión como una plañidera más en un entierro, preguntándose quién lo había amortajado. ¿Una sábana de lino?

Sólo el Sábado se relajaba sabiendo que su madre, la Virgen María, había estado velando el sepulcro.

El domingo, día de celebración, día de la resurrección, Julia volvía a deshacerse en lágrimas preguntándose por qué Cristo no había elegido mujeres entre sus apóstoles.

¡Qué distinta hubiera sido la historia de la humanidad!

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