Por
  • Guillermo Fatás

Un siglo de Julián Gállego

En 1957, Ibercaja adquirió el Patio de la Infanta. Luego lo reconstruyó en su sede.
En 1957, Ibercaja adquirió el Patio de la Infanta. Luego lo reconstruyó en su sede.
José Miguel Marco

En el Museo de Zaragoza hay un autorretrato en donde aparece el pintor... dos veces. Como retratado y como pintor del retrato de otra persona. Lo que Julián Gállego comentó de este modo: «Cuando un pintor nos presenta su retrato en compañía de otro retrato que está pintando o acaba de pintar, quiere llevarnos a esta duda. ¿Quién es el pintor? ¿Quién el retrato? Acumulando en la mano izquierda paleta, tiento y pinceles, señala con la diestra el retrato de su padre, como diciendo: ‘A él se lo debo, pero él es obra mía’. Y padre e hijo nos miran con la misma curiosidad». Esta anécdota libresca, que subraya una típica paradoja barroca, un trampantojo intelectual, ha de servir para rememorar que el mejor estudioso aragonés del arte en la segunda mitad del siglo XX, Julián Gállego Serrano, hubiera cumplido cien años esta semana. Me lo recuerda César Pérez Gracia, acaso su principal devoto entre nosotros, criaturas últimamente empachadas de ‘memoria histórica’ (artificio que hoy se fabrica para consumo inmediato), pero más bien desmemoriadas de la historia en sí.

Julián Gállego fue un grande de la cultura artística española y europea. En nuestro país no se le trató bien hasta su edad madura. Trabajó en la Sorbona –más de tres lustros de lecturas en la Biblioteca Nacional de París–, cerca del gurú Pierre Francastel. El sello francés Kleinsieck, en 1968, le publicó un texto sensacional, magnífico, doctamente refinado sobre el Siglo de Oro español. Logró renombre en toda Europa, donde no hubo conocedor de nuestros grandes pintores del Seiscientos que no necesitase leerlo y apoyarse en él. Libro en que el talento es fulgurante, páginas raras donde las condensaciones de sabiduría van en todo tan bien acopladas al asunto que el lector lo admite sin humillación: obrar ese prodigio queda fuera de su alcance.

Cuatro años tardó en publicarse en español, por iniciativa de Aguilar. Lo revisito a menudo y me sigue pareciendo un hito, una referencia absoluta, un libro raíz del que nacieron otros más, suyos y ajenos. Sus explicaciones integrales sobre Velázquez, comenzadas en 1960 y sostenidas durante un treintenio, no han sido superadas y nadie describió mejor cómo mutaron socialmente en España los pintores, que en aquellos tiempos pasaron de ser tenidos por artesanos a ser considerados artistas. La historiografía del arte español quedaría radicalmente mutilada si desaparecieran esas aportaciones suyas, que cruzaban a Calderón con Kandinsky, a Herrera con Malevitch, a Carducho y Góngora con Zurbarán o Ignacio de Loyola. Es abrumador, como sucede con los trabajos de los Hércules intelectuales. Deuda perpetua con él.

Julián lo pasó mal. Fungió bastantes años de covachuelista y le costó mucho instalarse académicamente. Pero al fin las circunstancias se plegaron a su poderosa inteligencia: fue académico de Bellas Artes de San Fernando, Sevilla y Zaragoza, docente en las dos universidades de Madrid, donde se jubiló como catedrático en 1986, y consejero del Prado.

Aragón y Zaragoza

Escribía prosa pulida y certera e hizo también literatura. Precozmente, teatro: su ‘Fedra’ (1951) recibió un premio; y sus esmerados ‘Apócrifos españoles’ (pulidas ficciones históricas que pudieron ser verdad) fueron galardonados con el Leopoldo Alas en 1965.

Ya mediados los noventa, apenas podía andar. Inmóvil casi del todo, él, tan viajero y refinado veedor, que había pasado la vida recordando a los aragoneses cuán variado y pasmoso era el mundo y cómo hubiera sido más pobre sin la existencia del viejo reino y de sus más ilustres hijos: cientos de artículos, gustosos y entonados, en HERALDO (calculo que cerca de mil), de los que salieron dos antologías muy sabrosas: ‘En torno a Goya’ (1978), otro amor suyo, y ‘Temas de cultura aragonesa’ (1979), ambos en la colección ‘Aragón’, que comencé a dirigir por invitación de Ángel Boya para Librería General. Qué pluma libre y elegante la suya. Cuánta devoción por este diario, por Aragón y Zaragoza –«mi seno materno»–, qué puntuales entregas anuales para el extraordinario del 12 de octubre.

Julián era buen dibujante: hizo lindos cuadritos y finos figurines de teatro. Nació, como mi padre, en 1919 y fueron compañeros de estudios en Derecho, del que intentaron en vano vivir. Mantuvieron una amistad duradera. En un escrito personal de hace medio siglo, Julián me invitó a ser «explorador de estos tiempos apasionantes y pretéritos que recorren tan pocos y que nadie reivindica». Divulgaba como buen docente que no ceja en la siembra del saber.

Añadamos esto: fue él quien dio la alerta sobre la situación del Patio de la Infanta, reconstruido en un anticuario del Quai Voltaire de París: ‘El Patio de la Infanta ¿volverá a Zaragoza?’ (HERALDO, 12 de octubre de 1957). Si no es por aquel aviso, a saber en qué paradero andaría ahora esa maravilla de nuestro más alambicado Renacimiento, vendida malamente a quien volaba más alto que los próceres zaragozanos de 1904.

Los ojos de Julián Gállego veían el fondo de lo que miraban.