De cómo se gestó Macondo

El mundo de García Márquez tendía puentes a la magia, a lo recóndito, a las maravillas de lo real.

Gabriel García Márquez
De cómo se gestó Macondo

Gabriel García Márquez ha sido el escritor del deslumbramiento. Él siempre rechazó la palabra fantasía: preferiría el término imaginación y asumió que practicaba eso tan manido del realismo mágico, que es uno de los sintagmas más constantes que acompañó al ‘boom’, tan hermosamente desglosado por Luis Harss en ‘Los nuestros’ y por Andrés Amorós en su ‘Introducción a la literatura hispanoamericana actual’. El realismo mágico era algo que practicaban también Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, el propio Cortázar o Juan Rulfo. Pero García Márquez, en el fondo, creía en la energía de la realidad: las mejores historias, las más inverosímiles y las más extraordinarias, incluida la cola de cerdo de algunos personajes, eran reales. O la obsesión por comer tiza de otros. O el hecho se elevarse por los aires en una sábana como le ocurría a Remedios la Bella, que está basado en un suceso borroso de su niñez.


García Márquez vivió una existencia muy literaria. Como hijo del telegrafista, con sus abuelos, como aprendiz de escritor en las redacciones de los periódicos, en los cuartuchos que le dejaban las prostitutas con las que no se ocupaba. Fue un devorador de experiencias y de lecturas, pronto descubrió a Kafka –amigo de los inicios intensos, el día que leyó: “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa apareció convertido en un insecto”, pensó que si se podía escribir así, eso es lo que él querría ser: escritor-, a William Faulkner, a John Dos Passos o a Virginia Woolf, y poco a poco, labró su carrera. Tenía claro su mundo: un mundo que tendía puentes a la magia, a lo recóndito, a las maravillas de la real, a la tragedia; un mundo que tendía sus redes hacia la fabulación y hacia su memoria y también hacia la historia de su país y de Latinoamérica. Ese mundo, un espejo del universo en todas sus direcciones, fue Macondo. Así, haciéndose día a día, equivocándose a menudo (como le sucedió, pongamos por caso, al analizar la película ‘Johnny Guitar’ de Nicholas Ray), ordenó su territorio y empezó a bosquejarlo poco a poco.


Daba pasos hacia él, buscaba personajes, tejía intuiciones, atmósferas, estados de ánimo. Dio zancadas sólidas como ‘Relato de un náufrago’, una obra magistral de la crónica o del nuevo periodismo antes del nuevo periodismo, o ‘El coronel no tiene quien le escriba’, y acertó en algunos cuentos concisos y secos, hermosos y telúricos, como ‘Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo’, que tiene algo de auroral, ‘La siesta del martes’, ‘La prodigiosa tarde de Baltazar’ o ‘La viuda de Montiel’.


Sin renunciar jamás al periodismo, sin renunciar al compromiso, en dieciocho meses, enclaustrado con sus fantasmas y con un lenguaje exuberante y sensual, envolvente como un plenilunio de olores y sabores, de tormentas tropicales y de desmesuras controladas, redactó ‘Cien años de soledad’, que es uno de esos libros asombrosos, cíclicos y armónicos, donde todo funciona a la perfección: el arte de contar, la imaginación libérrima, los meandros de la memoria, el desparrame incesante del mito, la arquitectura del libro con sus simetrías, sus desafueros y sus reiteraciones calculadas. En ese libro, preñado de hechizos, García Márquez lo metió todo: el amor, la obsesión, los celos, la locura, la muerte, el tiempo y sus espejismos, la guerra, y esa energía indomable y oscura que es la soledad. Y no solo esto: incorporó la melancolía, una ternura de cal y nardo, y metió la historia del país. La historia de Latinoamérica.


García Márquez es mucho más que ‘Cien años de soledad’: es ‘Crónica de una muerte anunciada’, ‘El amor en los tiempos del cólera’, ‘Doce cuentos peregrinos’, ‘El otoño del patriarca’... Es un estilo, una poética, una vocación de embelesar, de seducir. La facilidad de contar y contar hasta que se agotan las horas. Dijo una vez: “El oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica”. Siempre fue exigente. Tras el Nobel renunció a cualquier otro galardón y, a pesar de su específica complicidad o connivencia con Fidel Castro u otros poderosos, siempre estuvo con los de abajo. En sus ficciones, en su compromiso ciudadano, en su pasión por el periodismo y el cine, en su amor a la poesía (le fascinó la poesía popular española compilada por José Manuel Blecua) y en su relación con Latinoamérica, de la que dijo que era “el primer productor natural de imaginación creadora”. Se ha ido un poeta, un profeta, un alquimista de las imágenes: un narrador que parecía reinventar la creación palabra a palabra. Renovaba el mundo a golpe de lenguaje porque amaba la vida y sus latitudes por encima de todo. Ahora, por el inmortal Macondo, avanza un silencio perfecto.