LETRAS

Pepín Bello, la memoria oral del grupo del 27, dejó de ser inmortal a los 103 años

El oscense, el cómplice perfecto de Buñuel, Lorca y Dalí, consideraba que su único mérito eran sus amigos.

Pepín Bello (Huesca, 1904-Madrid, 2008) parecía inmortal. Iba, año tras año, enterrando a sus amigos memorables, y él siempre quedaba ahí, con su mala salud de hierro, como un faro de la memoria, como el oráculo de un tiempo de leyenda. El realizador de cine Javier Rioyo decía ayer: "Pensábamos que no iba a morir nunca. Yo estaba haciendo una película sobre él, con su voz, pero el pasado verano la interrumpimos porque lo ingresaron por primera vez en su vida. Ahora, "Ola Pepín" contará con testimonios de amigos que lo conocieron y lo trataron, y seguirá otra dirección". Feliciano Llanas, uno de sus grandes amigos y presidente de la Asociación Conde de Aranda, contaba: "Se nos murió de viejo, a los 103 años, y con total lucidez. Desde hacía algún tiempo, tenía un asistente de noche". Feliciano recordaba una de las mejores definiciones que hizo de sí mismo José Bello Lasierra ante una estupefacta y joven profesora: "Sí, hija mía, sí, soy un muerto rezagado".


El oráculo de la memoria


En vísperas de recibir el premio Aragón 2004, el amigo de los grandes creadores del 27, el cómplice de Lorca, Buñuel y Dalí, el narrador a su capricho, decía: "No he tenido ni tengo miedo a la muerte, ahora que la tengo cerca. Tengo buena salud, quizá me falte un poco de equilibrio, veo bien, oigo bien, y de cabeza estoy perfecto. No me he cuidado especialmente ni tampoco me he descuidado. No he sido nada aprensivo, he viajado lo justo y he sido curioso. He tenido una actividad grande". Y matizaba con suavidad sus méritos como incitador o azuzador de otros intelectuales: "Yo daba ideas, sugería temas, hablábamos, bromeaba. Supongo que cogerían algo de mí, pero yo no he pretendido pasar a la posteridad. Yo no soy nadie".


A medida que pasaba el tiempo, él parecía recobrar la nitidez de las anécdotas del pasado. Acabó convirtiéndose en algo más que el testigo del esplendor del 27 en vísperas de la Guerra Civil: fue su narrador más apasionado y a la vez escéptico, el esclarecedor de misterios y secretos, el vendaval de casi todos los recuerdos, y gracias a sus relatos y a sus cartas (que rescató Agustín Sánchez Vidal para su libro imprescindible: "Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin", premio Espejo de España en 1988) fueron apareciendo textos teóricos y evocadores, libros de entrevistas -el último ha sido "Conversaciones con José Pepín Bello" de David Castillo y Marc Sardá, publicado en Anagrama este mismo año-, nuevas ópticas sobre los años de la Residencia de Estudiantes y la II República, e incluso sobre otros grupos fundamentales en la literatura española como la de Juan Benet.


José Bello Lasierra (el nombre de Pepín se lo puso su hermano Severino) nació en Huesca en 1904. Su padre era ingeniero, "un auténtico sabio", que participó en las obras del Pantano de la Peña o los Riegos del Alto Aragón.


Del Flumen a la Residencia


Pepín vivió una niñez llena de magia: asistía a la carpa de cine del Farrusini, oía a las cupletistas del momento, se bañaba con sus amigos en el río Flumen o en el barranco de Anzádiga, el lugar "donde veíamos los carnuzos y aquella columna de buitres que venían a comer los despojos". Esa visión sería fundamental para el surrealismo y en especial para la película "Un perro andaluz" de Luis Buñuel, en la que tan activamente participó Salvador Dalí y, probablemente y a su pesar, Federico García Lorca.


A los once años, se trasladó a Madrid para hacer el Bachillerato. Se matriculó en la Residencia de Estudiantes, y se convirtió en un visitante asiduo del Museo del Prado, algo que poco después le pasaría a otro ilustre y aún vivo integrante del 27: Francisco Ayala. Pepín solía presumir: "Soy el visitante más antiguo y más constante del Prado".


En 1918 llegó a la Residencia el que iba a ser uno de sus grandes amigos: Luis Buñuel, que entonces era un bribón a la deriva, "que no destacaba en nada", e igual quería ser escritor, que ingeniero agrónomo o un fallido boxeador bajo el rampante nombre del León de Calanda. Congeniaron de inmediato, y establecieron una amistad legendaria con otros dos incipientes artistas: Federico García Lorca y Salvador Dalí. La Residencia era un polvorín de incitaciones, de creatividad, de bromas y de talento, y Pepín Bello andaba por allí como un generador de ideas al surrealismo, y congeniaba con Moreno Villa, con Juan Vicens, con Sánchez Ventura o con Pilar Bayona, una de las musas del grupo.


En 1927, en el año glorioso en que se recordaba a Luis de Góngora, se trasladaría a Sevilla para trabajar en la Exposición Iberoamericana. La Guerra Civil lo cogió en Madrid, su hermano Manuel desapareció y se cree que fue ejecutado en Paracuellos. "No combatí pero pasé hambre, frío y miedo. Estuve detenido por los republicanos cuatro días". En la posguerra, montó con su familia una empresa de peletería fina, "que nos fue muy bien durante unos años", y después creó el segundo autocine de Europa.


De la peletería a la leyenda


Más tarde, sin olvidarse jamás de Huesca, donde disponía "en casa de mi hermano de una cómoda habitación con baño", estableció relación con Fernando Chueca Goitia y con un jovencísimo Juan Benet, con quienes llegó a escribir "alguna cosa humorística de teatro, de poca importancia" y fundó la Orden de don Juan Tenorio, que era una imitación de la célebre Orden de Toledo. Si en esta participó Luis Buñuel, en la otra su hermano el arquitecto y pintor Alfonso Buñuel. Pepín Bello sería recuperado por completo con la llegada de la democracia y se convirtió en una referencia decisiva de una generación inolvidable. Agustín Sánchez Vidal le rindió ayer un homenaje en sus clases y dijo "que tenía una gran capacidad plástica para contar las cosas. Era un gran conversador. A pesar de su edad, tenía una memoria sorprendente".


El presidente Marcelino Iglesias visitó su capilla ardiente en Madrid y lo definió como "el eje fundamental de la generación del 27. Era muy querido por los aragoneses". Su ciudad, anunció el alcalde Elboj, le dedicará una calle. Al recibir el Premio Aragón, José Bello, el penúltimo inmortal, dijo que sentía "gratitud y agradecimiento de corazón". Y recordó: "Mi mejor obra son mis amigos. No conozco la envidia, en eso soy muy poco español".