Escaños a precio de oro

Fachada del Congreso de los Diputados.
Fachada del Congreso de los Diputados.
Enrique Cidoncha

La democracia, como gobierno del pueblo, adopta sus decisiones en base al principio mayoritario, con el límite, dentro del marco del Estado de derecho, del respeto a las minorías, cuya protección se garantiza a través de la exigencia de mayorías cualificadas para aquellas cuestiones que, por su naturaleza, precisan de un mayor grado de acuerdo por parte de la sociedad. Este esquema, no obstante, a menudo se ve alterado por la presencia de ciertos factores, coyunturales o sistémicos, que favorecen en la práctica a algunas minorías políticas dentro del juego partidista, de tal modo que muchas veces son ellas, y no los partidos que representan a la mayoría, las que acaban fijando los temas de la agenda pública, mientras disfrutan de una notoriedad muy superior a la que les correspondería de acuerdo con su implantación.

El caso del UKIP (Partido para la Independencia del Reino Unido) resulta prototípico. Durante la campaña de su reelección, el conservador David Cameron prometió que celebraría un referéndum acerca de la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Aunque el debate ya estaba presente desde hace años entre la población, en aquel momento el grueso de los ciudadanos carecía de una opinión firme al respecto y no lo consideraba un asunto acuciante; Cameron no organizó la consulta por un clamor popular sino azuzado por el nerviosismo que había provocado entre los ‘tories’ la victoria del UKIP en las elecciones europeas de 2014. Como forma de atajar la crisis interna y de contener una hipotética fuga de votantes, que nunca ocurrió, Cameron asumió las prioridades de un líder, Nigel Farage, que ni siquiera contaba ni cuenta con un asiento en el Parlamento británico, y colocó el ‘brexit’ en el centro de la discusión nacional, actuando como altavoz involuntario del UKIP. De esta manera, un partido que siempre había ocupado una posición residual e irrelevante en las instituciones, salvo, irónicamente, en las europeas, cambió la historia de su país y la del resto del continente, sumiendo al Reino Unido en su mayor crisis en décadas, además de haber acabado con la carrera de un primer ministro sin que pueda descartarse que Theresa May termine corriendo la misma suerte que Cameron.

En estos momentos, por otras causas, la verdadera batalla política de España se disputa en los aledaños. Si nos atenemos a la línea dominante entre los sondeos electorales disponibles, previsiblemente, el 28 de abril los españoles escogerán de facto entre un gobierno sustentado por partidos nacionalistas e independentistas o uno con Vox, ante la dificultad de formar gobierno en solitario o con un único socio. A pesar de que existen otras combinaciones factibles, tanto desde una perspectiva aritmética como ideológica, los vetos cruzados restringen las opciones a dos a día de hoy, otorgando con ello un poder desmedido a estas formaciones mencionadas. Esta situación, sin embargo, no es nueva en absoluto. Hace unas semanas, el PNV presumía orgulloso del rendimiento que les ha sacado a sus cinco escaños, primero con el PP y luego con el PSOE. Su última jugada ha sido vincular la convalidación de varios decretos sociales de Sánchez con la culminación de transferencias competenciales. También Coalición Canaria y Nueva Canarias, con sus modestos dos escaños, consiguieron pingües beneficios secundando la tramitación de los presupuestos de Rajoy. Puede decirse que han sido los pequeños partidos los grandes ganadores de esta legislatura tan atípica que acaba de terminar.

Durante años se definió equivocadamente nuestro modelo político como bipartidista y no lo era; solo funcionaba como uno a cambio de un caro peaje en forma de concesiones a los partidos nacionalistas, que facilitaban indistintamente la gobernabilidad al PP o al PSOE. Un escaño puede parecer poco, pero si el escaño es clave para decantar una votación, puede llegar a tener a su merced incluso a un partido con 175 diputados. El valor de las cosas es relativo y si la necesidad es elevada y faltan alternativas, el precio sube. Aun siendo cierto que las fórmulas proporcionales tienden a la fragmentación, sacrificando la gobernabilidad en pos de una mejor representación del pluralismo político, y que, por tanto, estas dificultades no son exclusivas de España, nuestro caso posee una particularidad. Ha llegado la división partidista, pero no la cultura de pactos que suele llevar aparejada, como acredita la convulsa vida de esta legislatura. De los grandes partidos depende que esto cambie en la siguiente o que de nuevo, fruto de su intransigencia mutua, las minorías políticas les marquen el ritmo.

Durante años se definió equivocadamente nuestro modelo político como bipartidista y no lo era; solo funcionaba como uno a cambio de un caro peaje en forma de concesiones a los partidos nacionalistas, que facilitaban indistintamente la gobernabilidad al PP o al PSOE. Un escaño puede parecer poco, pero si el escaño es clave para decantar una votación, puede llegar a tener a su merced incluso a un partido con 175 diputados. El valor de las cosas es relativo y si la necesidad es elevada y faltan alternativas, el precio sube. Aun siendo cierto que las fórmulas proporcionales tienden a la fragmentación, sacrificando la gobernabilidad en pos de una mejor representación del pluralismo político, y que, por tanto, estas dificultades no son exclusivas de España, nuestro caso posee una particularidad. Ha llegado la división partidista, pero no la cultura de pactos que suele llevar aparejada, como acredita la convulsa vida de esta legislatura. De los grandes partidos depende que esto cambie en la siguiente o que de nuevo, fruto de su intransigencia mutua, las minorías políticas les marquen el ritmo.

Gonzalo Castro Marquina es jurista

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