Verdad y mentira

Existen muchas clases de mentira, tantas que más de una ha sabido travestirse de verdad. La fortaleza democrática se logra persiguiendo la falsedad y luchando por prestigiar el papel de las instituciones y de nuestros representantes públicos.

Declaración de Roger Torrent y Quim Torra, tras conocer que la Fiscalía acusa a los líderes independentistas de rebelión.
Declaración de Roger Torrent y Quim Torra, tras conocer que la Fiscalía acusa a los líderes independentistas de rebelión.
EFE / Quique García

Atrapados por una amalgama de mentiras y medias verdades, un territorio que, como explicaba Steven Pinker en una entrevista en ‘El Mundo’, no difiere en demasía de lo vivido a lo largo de la historia, asistimos atónitos a un nuevo giro de tuerca que se nos sirve en plato frío y que no es otro que el de la justificación de la falsedad. Si como mal menor tolerábamos las mentiras azules, una suerte de mentira colectiva a la que se le atribuye una cierta bondad para levantar o corregir el ánimo de una sociedad -son los brotes verdes que descubría Rodríguez Zapatero en la economía o la letanía de Aznar con la que sentenciaba sin matices que "España va bien"-, hoy se defiende públicamente lo injustificable para construir una realidad paralela tras la que protegerse. Ejemplos, como siempre, sobran en la política nacional y las conversaciones del oscuro comisario Villarejo con Dolores de Cospedal y la posterior reacción de la exministra explican perfectamente dónde nos encontramos. Ya no solo se pretende que ciertos trágalas se acepten con naturalidad, sino que, además, se busca una rápida exculpación de los protagonistas.

El descarnado pero igualmente esperanzador libro de Tara Westover, ‘Una educación’, un relato autobiográfico que refleja la cruel e imposible convivencia con su integrista familia mormona, resume a través del padre de la protagonista otra variante de esta asfixiante visión de los diluidos conceptos de verdad y mentira: "Es imposible que existan dos opiniones razonables sobre un mismo asunto: está la verdad y están las mentiras". Dibujar la realidad bajo una mirada única, normalmente excluyente, siempre nos traslada a un escenario de intolerancia. Sentirse poseedor de una gran verdad universal termina introduciéndonos en un pequeñísimo cuadro donde los grises desaparecen en beneficio de los extremismos y si, además, se ostenta un cargo público suelen producirse comportamientos y posturas exageradas. Que un concejal del Ayuntamiento de Zaragoza opte por teatralizar su rechazo al pago del impuesto del ICA comiéndose el recibo, aparte del estrambote, resume hasta qué punto se olvida que la negociación y el diálogo son las herramientas del buen político.

Incluir las ocurrencias de Pablo Híjar en la carpeta de asuntos menores o, sencillamente, ignorarlo, puede resultar mucho más relajante, pero esquivar la mirada también implica convivir con la ausencia del obligado respeto que exige toda responsabilidad pública, un primer paso para erosionar la credibilidad de una institución. Hay que estar muy seguro de uno mismo para emprender ciertos caminos, al tiempo que reconocer implícitamente que verdad solo hay una -la propia- no deja de ser un fracaso de nuestro ‘homo politicus’.

La voluntad de cesión ha demostrado que existe más de una opinión razonable sobre un mismo tema y que se puede luchar contra lo que se considera injusto sin necesidad de despreciar los argumentos del contrario. El éxito de España, sostenido en su naturaleza diversa, ha permitido que los últimos cuarenta años hayan estado amparados por el pacto. La Constitución ha sabido resumir a la perfección esa voluntad intermedia para aglutinar miradas bien distintas en beneficio del interés colectivo. Puede que ciertos proyectos compartidos hayan caducado o que, sencillamente, se encuentren ante la necesidad de ser revisados, pero no parece oportuno que las decisiones se adopten cuando la mentira, la distorsión premeditada o la justificación personal entran en acción.

La mentira suele ser paciente y entremezclada con la confusión compone un cóctel letal que crece sin apenas generar ruido. Brasil y Bolsonaro, antes Estados Unidos y Trump, son ejemplos de una construcción mentirosa apoyada en un análisis parcial que permite la aparición de los sectarismos. Ocurrió y sigue pasando en Cataluña, una comunidad en la que pese haberse destapado los escándalos de corrupción de la familia Pujol aún continúa otorgando al expresidente la condición de gran mito de la Democracia. La labrada vinculación entre la imagen de Jordi Pujol y Cataluña, trabajada durante años y que sirvió para crear un binomio indisoluble, refleja cómo la falsedad se muestra reinante y vigorosa.

La fragilidad de nuestra democracia es directamente proporcional a la debilidad de nuestros líderes, los mismos que deberían ser los máximos interesados en perseguir la mentira e incentivar la búsqueda de la verdad. Renunciar al ejercicio de la coherencia, incluso ridiculizarlo como hizo el pasado viernes la vicepresidenta Carmen Calvo al ser preguntada por el cambio de criterio del presidente Pedro Sánchez respecto a la naturaleza del delito en el que incurrieron los líderes del ‘procés’ (rebelión por sedición), resulta tan falso como perjudicial, en especial, cuando se justifica que las decisiones puedan atender al momento, la oportunidad y el interés personal.

miturbe@heraldo.es