Por
  • José Javier Rueda

Gobierne la ley y no el hombre

Pedro Sánchez en el Congreso.
Pedro Sánchez, este martes en el Congreso.
Fernando Villar/Efe

Hace ochenta años, el británico Chamberlain y el francés Deladier firmaron con Hitler y Musolini la cesión a Alemania de los Sudetes, una amplia región de Checoslovaquia, con la creencia de que contentando así al jerarca nazi se evitaría la guerra en Europa. El Reino Unido y Francia traicionaron a su aliado (el régimen democrático de Praga) en estricta aplicación de la política de apaciguamiento. Los primeros ministros de Londres y París creyeron que el acuerdo había salvado la paz. Nada más lejos de la realidad: el tratado de Munich desencadenó la mayor tragedia europea del siglo XX porque dio alas al Tercer Reich para llevar adelante sus planes expansionistas. La lección extraída de aquellos acontecimientos fue que la debilidad o la no intervención no resuelven los problemas, solo los aplazan y agudizan.

Pedro Sánchez, que llegó legalmente a la Moncloa con los votos imprescindibles de los independentistas catalanes, también ha practicado desde el primer momento una estrategia de apaciguamiento. Pretende calmar los ánimos en Cataluña y serenar el ambiente para que decaiga la apuesta por la vía unilateral. El relato del presidente del Gobierno se centra en intentar que el catalanismo que se apuntó al independentismo vuelva a la tercera vía, esa que durante tantos años practicó Jordi Pujol y que ahora tan rentable le está resultando al PNV en el País Vasco. Para ello, ha realizado varios gestos como el traslado de los políticos presos a cárceles catalanas. En esta línea hay que interpretar que la Abogacía del Estado, órgano dependiente del Ministerio de Justicia, descarte ahora la rebelión y acuse a los líderes del ‘procés’ de sedición y malversación.

La política de cesiones del Gobierno ante los independentistas catalanes es comprensible desde la óptica de Pedro Sánchez. Por una parte, los necesita para seguir gobernando hasta las alecciones generales de 2020; por otra, considera (o eso afirma en público) que es la manera de desmontar el relato secesionista. Es una decisión política que a unos pocos les agrada y a la mayoría les provoca urticaria, incluidos muchos entre las propias filas del PSOE. Ahora bien, lo que no es admisible es que quiera utilizar la Justicia (uno de los tres poderes del Estado) para alcanzar su objetivo.

Norberto Bobbio lo expresa con claridad: el respeto de la ley impide al gobernante ejercer su propio poder parcialmente, en defensa de intereses privados, de la misma forma que las reglas del arte médico, bien aplicadas, impiden a los médicos tratar de manera distinta a sus enfermos, según sean amigos o enemigos. Y Pedro Sánchez sabe bien que la igualdad ante la ley es el único instrumento que tienen los débiles para imponerse a los poderosos, las minorías para sobrevivir a las mayorías y el Estado (de los ciudadanos) para oponerse a la irracionalidad de la masa.

El Gobierno hace gestos hacia los soberanistas, pero éstos responden con más confrontación. Siguen sin asumir que su ilusoria vía unilateral hacia la independencia ha fracasado y que, como en cualquier otro Estado de derecho, a quienes han conculcado la ley les toca responder de sus actos ante la Justicia. Por el contrario, siguen llamando a desobedecer las leyes y a forzarlas desde la calle mediante la presión popular. Ante esta actitud intolerante, ni se debe ni se puede ceder. Parafraseando a John F. Kennedy, cabe decir: los catalanes son libres de estar en desacuerdo con la ley, pero no de desobedecerla.

Antes de la II Guerra Mundial, el apaciguamiento fue impotente contra una voluntad de dominio basada en designios enloquecidos de supremacismo. Esa fue la clave entonces y sigue siéndolo ahora ante nuevas amenazas de populismos ultranacionalistas. La legitimidad moral y el entramado jurídico e institucional no garantizan el orden democrático; es preciso defenderlo con firmeza. Y un presidente del Gobierno está precisamente para ello.