Conflictos

Quienes se empeñan en mantener y enconar un conflicto suelen estar pensando en su propio interés y no en el bien común. Para resolver los desacuerdos no sirve de nada tomar la calle, hay que sentarse a hablar de manera sincera y buscar soluciones.

Hay que buscar herramientas para la resolución de conflictos.
Hay que buscar herramientas para la resolución de conflictos.

Estamos en tiempo de conflictos. Los encontramos en muchos lugares, situaciones y por causas de lo más diversas. Derechos y deberes de emigrantes, pensionistas, trabajadores, alquileres, reclamaciones territoriales, comercio internacional, soberanismo… son algunas de las múltiples causas que vemos cada día en los informativos. Todas ellas con el común denominador de que existen agraviados y beneficiados. El mundo, bien porque nos enteramos de más noticias que antes bien porque la desigualdad campa a sus anchas y el desánimo cunde por doquier, o por otras causas, se ha convertido en un lugar de conflicto. No es mi intención dar recetas ni recomendaciones. Solo quiero reflexionar hoy sobre quiénes son los realmente beneficiarios de la disputa permanente.

A lo largo de mi vida he comprobado que quienes desean permanecer en el enfrentamiento son siempre los que menos fervor demuestran en el interés general. Como decía Umbral, solo les interesa hablar de su libro. Algunos porque lo usan como cortina de humo para su flagrante incompetencia y otros porque realmente no tienen nada que decir sobre el problema que tanto les azora. Cuando alguien quiere resolver una pugna de verdad, ni sale a tomar las calles ni obstaculiza las acciones de los otros. Se sienta a hablar de forma sincera con aquellos con los que no está de acuerdo y busca soluciones. Dos o tres telediarios después no parece que este siglo XXI camine por esta senda.

En todas las organizaciones aparecen situaciones de desacuerdo. El disenso, sin voluntad de llegar a soluciones válidas para todos, es lo fácil. Mis derechos son inalienables y no estoy dispuesto a renunciar a ellos. Mi visión de la realidad, por supuesto profundamente meditada, es la única y los demás solo quieren privilegios que yo debo pagar. Nunca la vida es tan simple. Si fuéramos capaces de hacer un mínimo examen interior veríamos cómo nosotros mismos evolucionamos continuamente con el entorno. Lo que nos gustaba y queríamos, hace apenas unos años, ahora lo consideramos secundario. Pero nosotros sí teníamos motivos para cambiar, aunque el único que realmente importa es el posibilismo que nos hace adaptarnos, evolucionar y, de paso, sobrevivir.

Pero para que algunos puedan seguir siendo guías impertérritos de las masas que no alteran su voluntad ante las adversidades, hace falta eso: masas de prosélitos fieles. Sin ellos, el caudillo, el guía o la vanguardia del proletariado carecen de sentido. No se concibe el timonel sin barco.

El primer paso para acabar con el caudillismo-populismo que nos acecha por todas partes es la crítica. Los científicos sabemos cuántos errores se cometen cuando una teoría es aceptada como si fuera revelada y no se somete a crítica. La falsabilidad es imprescindible. Pero en la vida cotidiana nos olvidamos de ello. Aceptamos interpretaciones totalmente sesgadas. Apoyamos ideas simplistas que no resisten el mínimo análisis racional. Creemos historias inventadas y las usamos como prueba de veracidad. La demagogia va ganando.

Recurrimos a nuestros jóvenes como tabla de salvación para que corrijan nuestra incapacidad, a veces indolencia, para resolver los problemas. Pero olvidamos que su fuerza también es su debilidad. Su falta de experiencia y su tendencia a lo inmediato les hacen ser presa fácil de aquellos que argumentan con más vehemencia. Lo sereno, lo pausado no suele ser atractivo para los jóvenes. Su edad les pide acción.

No estamos construyendo una sociedad que valore la reflexión. No estamos fomentando el diálogo como herramienta de resolución de conflictos. No estamos viendo el largo plazo como mejor solución. No valoramos el acuerdo por encima de la disputa. Cuando alguien dice que no hay ni olvido ni perdón, cuando los que tienen responsabilidades dicen que no hay que dar ni un paso atrás, cuando cualquier pretensión de acuerdo es tildada de claudicación, se olvida que todo buen encuentro deportivo no termina con una victoria aplastante de un equipo sobre otro, sino que acaba con un sincero apretón de manos entre los contrincantes y la felicitación del que no consiguió la victoria.

Ana Isabel Elduque es catedrática de la Universidad de Zaragoza.