Por
  • Antonio Papell

Neutralidad de las instituciones

Neutralidad de las instituciones.
Neutralidad de las instituciones.
Krisis'18

La finalidad primera del Estado, según Montesquieu, es «se maintenir», es decir, mantenerse, sobrevivir, evitar la anarquía, asegurar el monopolio en el uso de la violencia y garantizar un uso de ella imparcial y justo.

El Estado democrático y liberal se constituye, además, por consenso: un contrato social (Rousseau) es la base de la convivencia de quienes aceptan formar parte de esta entidad moderna mediante la cual se ha organizado la sociedad del planeta. El propio filósofo analiza en su famoso libro de 1762 la formación de la voluntad general y el número de votos necesario para alcanzarla: «Cuanto más graves e importantes son las deliberaciones, más debe aproximarse a la unanimidad la opinión que prevalece. Cuanta más celeridad exija el asunto debatido, más estrechas deben ser las diferencias prescritas en la proporción de las opiniones; la mayoría de un solo voto debe bastar». Es una forma de decir que las grandes decisiones, las de índole constitucional, han de lograrse mediante mayorías cualificadas.

Lo cierto es que el Estado, que ostenta el monopolio de la violencia para asegurar su continuidad, debe ser el escenario en que el conjunto de los hombres libres e iguales se realicen con arreglo a la ley. El Estado, por tanto, tiene que ser neutral en todas las dimensiones de la persona, es decir, debe responder al criterio de ser residencia acogedora de todos: no puede imponer ideologías ni creencias; tan solo pautas de convivencia que se resumen en el principio de que la libertad propia termina allá donde comienza la libertad ajena.

La idea central de este planteamiento es la pluralidad: las instituciones políticas de las democracias se basan en la convicción de que todos los problemas tienen más de una solución posible y en la existencia de una diversidad de propuestas ideológicas que compiten entre sí. No sería de recibo que hubiera confusión entre el todo y la parte, entre los partidos, que pugnan entre sí, y las instituciones, que los acogen a todos.

Por ello es altamente reprobable que las instituciones adopten símbolos divisivos, incluso cuando, además del pluralismo ideológico, existe una discrepancia sobrevenida sobre la concepción territorial del Estado. Los nacionalistas no solo discrepan de los que no lo son en aspectos programáticos sino en algo previo, en la existencia o no del Estado, pero no por ello están autorizados a excluir de la plaza pública a quienes piensan distinto.

En un Estado maduro como el nuestro, que se ha dotado de leyes e instituciones irreprochablemente legítimas, el nacionalismo, que ahora quiere escabullirse del Estado de derecho, no tiene más remedio que acatar la legalidad vigente, aunque pretenda modificarla, porque esas son las reglas de juego democrático. Y no es legítimo que, en esta pugna, fracture la neutralidad institucional cuando las urnas le otorgan el poder. Por decirlo más claro, no es democrático ni admisible que las instituciones catalanas sean utilizadas para reclamar de forma plástica y ostensible la independencia de Cataluña, que se usen los edificios oficiales para exhibir la bandera separatista (ajena al consenso fundacional) o que se destinen recursos públicos al proselitismo monopolista de opciones claramente inconstitucionales y sectarias a través de medios de comunicación públicos.

Los tribunales, que no son la instancia adecuada para dirimir estos asuntos, ya han emitido sentencias que declaran la ilegalidad, por ejemplo, de que corporaciones locales exhiban la bandera estelada en sus fachadas, porque ni la enseña se corresponde con la legalidad vigente ni es legítimo herir a quienes no comparten esta disidencia. La apropiación del espacio público y la generación de un clima intransigente que margina a quienes no participan de la épica irredentista es totalmente intolerable en una democracia como la nuestra, en que los totalitarismos no tienen cabida.

Las constituciones democráticas son abiertas y pueden ser pacíficamente reformadas. Deberían ir por esta vía quienes discrepan con tanto encendimiento del Estado de derecho que nos dimos entre todos (también los catalanes). Porque, como ya explicó Ortega, «no lo que hicimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos nos reúne en Estado».