Por
  • Antonio Papell

Identidad por soberanía

La demanda de soberanía para Cataluña esconde en realidad la humillación del diferente
La demanda de soberanía para Cataluña esconde en realidad la humillación del diferente
Heraldo

José María Ruiz Soroa ha traído a colación estos días unas tesis del politólogo boloñés Angelo Panebianco, profesor en Harvard, Berkeley y en la London School of Economics, que ha publicado páginas importantes sobre la relación entre el poder político y la libertad individual, en las que ponía de manifiesto que los consensos federalizantes o confederales que se han conseguido en algunos países para estabilizar la situación y equilibrar las fuerzas centrífugas con las centrípetas se han basado en un contrato apócrifo entre las elites centrales y regionales: estas reconocen a aquellas la soberanía a cambio del poder omnímodo de aquellas para controlar políticamente a la población.

En cierta manera, este pacto no se diferencia demasiado del que suscribían las monarquías autoritarias con los señores feudales que ostentaban poderes territoriales: acatamiento a cambio de autonomía. El feudalismo de la Edad Media era un mecanismo mediante el cual los reyes, que no contaban con los recursos económicos y ni con la fuerza política para resguardar el reino, dividían sus territorios en pequeñas partes que serían administradas por los nobles que, en contrapartida, recaudaban impuestos para ellos, prometían fidelidad y alistaban a sus subordinados en los ejércitos del Rey. Lo que sucede es que, si antaño el poder que deseaban para sí los señores feudales era un dominio físico y fiscal, ahora los líderes nacionalistas pretenden para sí, además del referido dominio, el poder ideológico para formalizar sociedades homogéneas allá donde existen comunidades híbridas, mestizas y plurales.

En el fondo, lo que está en juego en ambos casos es la libertad de los súbditos. La renuncia de los monarcas a controlar el territorio con tal de recibir el vasallaje de sus administradores reales dejaba a los ciudadanos en manos de la arbitrariedad de una aristocracia autodeterminada y no sujeta a normas.

Y hoy, el trueque que planea sobre el conflicto catalán es de índole parecida: mediante el pacto que se sugiere, el nacionalismo más enfervorizado embridaría sus aspiraciones autodeterministas y separatistas a cambio de más competencias, de más poder, hasta el extremo de poder imponer unas políticas cultural y lingüística, unos valores y unas creencias mágicas uniformes, sin control alguno del Estado. Es obvio que esta homogeneidad cultural que el nacionalismo exige e impone –nadie pregunta a los no nacionalistas si les molesta la exhibición de cruces amarillas o de símbolos separatistas– sometería a la mitad de la población que, según las elecciones y las encuestas, no participa de tales valores. Lo que exige, en fin, el nacionalismo es el derecho de la mitad de los catalanes a sojuzgar intelectualmente a la otra mitad, a someter al silencio, a la neutralización, a quien no se considera partícipe de la comunidad excluyente.

Todo ello, con la particularidad de que el juego ni siquiera está siendo limpio: todos sabemos –aunque lo nieguen los aludidos– que está en marcha desde hace años una campaña de falsificación histórica y de aculturación sobre axiomas inventados. Lo que el nacionalismo radical exige mediante chantaje es que quienes niegan la invención de la realidad callen y claudiquen a cambio de ser admitidos en la comunidad y de recibir el calor familiar de la etnia.

¿Es legítimo que el Estado haga nuevas concesiones, hasta llegar a incluso a fórmulas confederales, a cambio de que el nacionalismo deje de reclamar la fractura de España, que es también la de Cataluña? ¿Es legítimo intercambiar esa unidad precaria por la humillación y la absorción de quienes optan por el patriotismo constitucional, por el cosmopolitismo, por el internacionalismo, y se sienten oprimidos por la presión de quienes quieren obligarles a asimilar una identidad con la que no se sienten vinculados?

La pregunta no es en absoluto retórica, y debería ser formulada en alta voz ante un país que todavía no ha terminado de entender el alcance de esta procaz demanda de soberanía, que en realidad oculta la humillación del diferente, la opresión de quien no se pliegue al artificio brutal de la homogeneidad.