La gran herencia americana

Trump se presenta sin rubor como 'el mejor presidente' de todos los tiempos.
Trump se presenta sin rubor como 'el mejor presidente' de todos los tiempos.
       

De los niños se dice que nacen con un pan debajo del brazo, pero los hay que llegan al mundo con mucho más equipaje de mano. Donald Trump, en particular, tuvo la suerte de hacerlo acompañado de tanto dinero como para abrir una cadena de panaderías; su padre, Fred Trump, ya era por aquel entonces un empresario consolidado y de éxito dentro del sector inmobiliario, constituyendo su fortuna la base sobre la que se asienta la actual marca familiar. Cuando Donald quiso probar suerte en los negocios, contaba de antemano con el respaldo económico, la red de contactos y el crédito personal labrados por Fred Trump; quien, como él, también empezó desde una posición muy ventajosa, heredada de su respectivo padre, Friedrich Drumpf. Tanto Fred como su hermano John crecieron en una casa donde pudieron ser aquello que quisieron, sin que el dinero supusiera una cortapisa para sus aspiraciones o sueños. John optó por estudiar en el MIT, dedicando su vida a la ciencia, donde sobresalió, llegando a recibir importantes distinciones nacionales e internacionales en reconocimiento de su trabajo. Fred, por su parte, siguió los pasos del patriarca y a los 17 años, con la ayuda de su madre, ya invertía en el mercado de los bienes raíces y de la construcción.

Sin embargo, la historia de los Trump no siempre discurrió entre algodones, es más, en un principio ni siquiera se apellidaban Trump sino que eran los Drumpf y vivían en Alemania. A diferencia de sus descendientes, Friedrich no tuvo un buen punto de partida. El bisabuelo de Donald murió cargado de deudas y dejando como principal legado a su hijo una constitución débil. Irónicamente, esta debilidad física lo apartó del campo, donde trabajaban sus hermanos, y lo espoleó a emigrar a EE. UU., aun no sabiendo inglés, dando origen a la saga de los Trump. A partir de ahí, poco a poco, Friedrich comenzó a ascender socialmente en un pintoresco y a veces turbio viaje por el sueño americano, en el que la fiebre del oro ocupa un lugar destacado. Tras ejercer un tiempo de barbero e ir ahorrando, montó restaurantes y pequeños hoteles en Monte Cristo y Klondike, de los que luego se retiró oportunamente cuando la actividad minera dio muestras de ir decayendo, obteniendo pingües beneficios con todo ello. Acaudalado, regresó a Alemania en 1901, de donde sería expulsado cuatro años después, al considerar que se había evadido del servicio militar obligatorio durante su periplo americano.

Está claro que Fred, John y Donald lo tuvieron mucho más fácil que él, pero eso no es algo que se les pueda reprochar. Lo normal es que las familias intenten dejar a la siguiente generación en una posición igual o mejor a la de la anterior. Aunque sean solo experiencias, buenas y malas, todos recibimos un testigo del pasado y hay que reconocer con humildad que estamos aquí porque otros nos precedieron. El problema por tanto no radica en el hecho de heredar, sino de confundir lo que se recibe con lo que se produce, un error en el que tiende a incurrir Donald Trump, para el que la luna y las estrellas están en el cielo porque él las puso ahí.

Hay momentos en los que el presidente habla de EE. UU. como si el país fuera obra suya y lo hubiera levantado en los menos de tres años que lleva al frente de él. Pero la realidad es que Trump no formó parte de la tripulación del Mayflower; ni redactó junto a Jefferson la Declaración de Independencia; no luchó en el Álamo, Gettysburg o en las playas de Normandía e Iwo Jima; igual que tampoco pisó la Luna con Armstrong y Aldrin (de ser así, ya habría en la superficie del satélite al menos un hotel o un edificio de apartamentos de la firma Trump). EE. UU. era grande cuando él llegó y lo seguirá siendo en principio después de que se marche. Trump, que sin el menor rubor se presenta como el mejor presidente de todos los tiempos, parece olvidar a menudo que su fortaleza proviene del país, que no es él quien ha colocado a EE. UU. en el mundo sino al revés. Su agresiva forma de afrontar las relaciones internacionales, incluso con las naciones aliadas, resultaría suicida si no contara con la red de seguridad que le proporciona el gran capital económico, político y militar que ha acumulado EE. UU. a lo largo de su historia, y que no conviene dilapidar a la ligera. Después de todo, revalide o no la presidencia, Trump no debería perder de vista que ejerce un poder prestado y que como tal llegara el día en que igual que lo recibió, tendrá que devolverlo. 

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