Tenemos un problema

Muchas de las reivindicaciones económicas que formulan diversos grupos en estos días son justas y pueden ser compartidas por todos. El problema aparece cuando se calculan los costes y se tiene que buscar la financiación de las mismas.

"¿Y cómo se arregla esto? Desde luego, con fijación de prioridades, que a su vez requieren pactos sociales y políticos"
Tenemos un problema

Debo reconocer que, de un tiempo a esta parte, cuando me decido a escribir un artículo ejercito una especie de autocensura por temor a que puedan aplicarme cualquiera de los calificativos que ahora tanto abundan. Es una sensación no experimentaba desde mis tiempos juveniles, cuando en nuestro país aún no había llegado la democracia. Pero finalmente he decidido rebelarme contra esa incómoda sensación y opinar sobre algunos temas económicos que pululan a diario.

Llevamos unas semanas en las que se ha destapado la caja de los truenos y afloran de golpe todos los males económicos imaginables. Y todo ello con un problema de difícil encauzamiento: protestamos de cada uno de los temas de manera aislada –y con visión de muy corto plazo– y somos incapaces de analizar todo en su conjunto y con horizonte de mayor futuro. Claro que posiblemente no es que seamos incapaces, sino que no nos interesa hacerlo.

Ciertamente, cuando se observa cada reivindicación de forma aislada, no es fácil situarse en contra. No seré yo, por ejemplo, el que no desee una mejor prestación para todos los jubilados, e incluso todavía mayor para los de renta más baja. ¿Hay alguien que no lo comparta? Eso sí, ya puestos a mejorar, debería proponerse al Gobierno que si los incrementos van ligados al IPC incluyan una cláusula de salvaguarda para los años –no hace mucho que ha ocurrido– en que ese indicador es cero o negativo.

Tampoco seré yo, desde luego, el que no desee una sanidad pública todavía mejor que la actual, de forma que ampliemos notablemente el número de facultativos y todo tipo de personal, que eliminemos prácticamente las listas de espera, que los hospitales rurales dispongan de todos los medios, que las habitaciones de hospitalización sean individuales, que las esperas de los servicios de urgencias no estén masificadas... ¿Hay alguien que no comparta eso?

Y qué decir de la educación. ¿Quién no desea que sean menores las ratios de alumnos por profesor en cualquiera de los niveles educativos, que los profesionales estén mejor retribuidos (dada su gran responsabilidad) y que los centros estén dotados de los medios óptimos? ¿Hay alguien que no lo comparta? ¿Y la escasez de medios de la Justicia?

Y qué decir de las inversiones en infraestructuras, especialmente en territorios extensos y despoblados o simplemente de orografía más complicada. A todos nos gustaría en Aragón, por ejemplo, y lo mismo pedirán otras comunidades, que estuviera acabada la autovía por Monrepós, la autovía hasta Lérida, la autovía desde Jaca a Pamplona, la dichosa N-232, la solución a los congostos del valle de Benasque, el ferrocarril de Canfranc, la línea férrea con Valencia, la terminación de los embalses, el refuerzo de las motas de los ríos, las limpiezas de los cauces... Y no digamos ya la limpieza de las ciudades, los servicios urbanos de transporte, etcétera. ¿Hay alguien que no comparta todo esto?

Naturalmente, cada reivindicación por sí misma es justa y tienen derecho a formularla cualquiera de los que se sienten afectados o agraviados. Para eso disfrutamos de un sistema democrático donde cada ciudadano es libre de opinar lo que quiera y reclamar lo que considere oportuno. Pero, ¡ay!, el problema surge cuando hay que cuantificar el coste de cada deseo y, sobre todo, cuando se hace la suma de todas las reivindicaciones.

Y ese problema se agrava, además, si coinciden dos cosas: la primera, que cuando se hace la suma no se tienen suficientes ingresos para cubrir el coste total; y la segunda, que se sufre una deuda histórica que no conviene ampliar en modo alguno. Y, claro, cuando alguien se atreve a decir esto último puede ser tildado de aguafiestas o algo peor. Pero no es difícil ponerse en situación ni hay que ser economista para entenderlo, simplemente consiste en hacer la comparación con la economía familiar o la de una empresa... ¿Alguien, en su sano juicio, mantiene en su familia o empresa una situación prolongada en la que se gasta mucho más que lo que se ingresa?

En España nunca hemos tenido una conciencia de lo público, parece que el gasto del Estado se financia con el maná y no con nuestros impuestos (porque tampoco nos gusta que nos los aumenten). ¿Y cómo se arregla esto? Desde luego, con fijación de prioridades, que a su vez requieren pactos sociales y políticos. Pero no parece que estemos en esa senda.

Ya se escribió en su día: «El presupuesto debe equilibrarse, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida... para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado». Esto ya lo dijo Cicerón en el año 55 antes de Cristo... ¡Qué cosas!

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