Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

con su nueva cita en 2023, cumple cuatro décadas

Los años dorados del Festival de Jazz de Zaragoza

Miles Davis elevó la categoría del Festival a su cénit
Miles Davis elevó la categoría del Festival a su cénit
Archivo Heraldo

Vámonos de nuevo al jazz. Vamos a otra nueva edición con un programa atractivo, aunque en él ya no figure alguna de las grandes leyendas del género. Imposible. El ciclo biológico de la vida se las llevó, desde Oscar Peterson a Dizzy Gillespie o Miles Davis. Mas afortunadamente, el festival, que con esta nueva cita, que comienza mañana 10 de noviembre, cumple sus cuarenta años de existencia, permitió que Zaragoza disfrutara de algunos de aquellos nombres en sus últimos años crepusculares, un lujo ya irremediablemente irrepetible, si bien los carteles contemporáneos siguen manteniendo el tipo.

La cierto es que la ciudad empezó a paladear los sonidos internacionales del jazz desde años muy tempranos con la llegada de la Transición y luego, cómo no, con la entrada y desarrollo de la etapa constitucional. Años de transformación y ebullición por abrir fronteras y agitar el hambre de cultura popular. Significa que antes de que en 1983 naciera propiamente el Festival de Jazz de Zaragoza, la ciudad respiró sonidos del género en no pocas ocasiones. En el 81 hubo conciertos en la sala Oasis y en la pequeña Cova que se abrió en un lateral del recinto. En el 82 el ayuntamiento organizó en el teatro Principal un apreciable ciclo denominado ‘Todos los meses jazz’ y en el 83 llegó definitivamente el gran festival que afortunadamente perdura hasta hoy mismo.

Bien es verdad que nació casi de carambola. No fue una iniciativa propia del ayuntamiento sino del Ministerio de Cultura, que por expansión del festival de Madrid puso en circulación a las figuras que llegaban a la capital, ofreciendo a otras ciudades españolas la posibilidad de contratar algunas de aquellas figuras. Afortunadamente, en la Delegación de Festejos del Ayuntamiento, tras dejar la dirección del Conservatorio, acababa de entrar el incansable e inquieto Miguel Ángel Tapia, quien, con su olfato e impagable empeño, no dejó escapar la presa, pese a la arriesgada aventura económica. El Ministerio de Cultura aportaba dos millones y medio de pesetas y el resto hasta los cinco y medio del costo total, lo hizo el Ayuntamiento con la colaboración de la futura Ibercaja. La empres salió adelante y afortunadamente esto insufló ánimo para futuras ediciones y para que el festival llegara a estos cuarenta años.

El certamen por el que ayuntamiento y las entidades colaboradoras se jugaron el pellejo contó con la presencia de Max Roach, Cecil Taylor y Joe Farrell, que ayudaban mucho a la apuesta por su prestigio y calidad. Aquella primera edición tuvo lugar el 26 de octubre de 1983 en el lamentablemente extinguido cine Coliseo, y no en el cine Elíseos, como en principio se había ideado, comenzando así el festival su andadura itinerante por cosos distintos, desde el citado Coliseo al salón de actos de la antigua Feria de Muestras y al Argensola, para recalar, por fin, en el 87 en el Principal y luego, después de un largo periodo de estancia en el primer teatro de la ciudad y de esporádicas expansiones al Palacio Municipal de Deportes, instalarse en la sala Mozart y posteriormente en la sala Multiusos.

De esta manera, la ciudad fue acogiendo a grandes figuras, a leyendas que ya figuraban en las enciclopedias del género, desde McCoy Tyner a Stan Getz, Benny Golson, Art Farmer, Elvin Jones, Roy Haynes, Freddie Hubbard, Stephan Grapelli, Oscar Peterson, el Modern Jazz Quartet, Oliver Jones, Art Blakey, Dave Brubeck, Dizzy Gillespie, Lionel Hampton, la Count Basie Orchestra… y, cómo no, Miles Davis. Las ediciones del 88 al 92 marcaron la época dorada del festival. Zaragoza pudo degustar en aquel lustro un pedacito de aquellas leyendas en sus últimos años de vida o de actividad profesional.

Fueron muchas figuras y muchas leyendas. Mucho disfrute. Pero en mi mente hay cuatro presencias notables, máximas: las dos actuaciones del imponente en humanidad y talento del pianista Oscar Peterson en el 88 y el 91; la de Dizzy Gillespie, en el 90; la del Mingus Epitaph, en el 91, y, obviamente, la de Miles Davis, en el 88. Hay más para añadir, pero, por sintetizar, estas fueron para mí las que más se adhirieron y siguen adheridas a mi mente y a mi recuerdo. Seguramente que cada cual, si es que vivió aquellos cinco años de resplandor máximo, o los anteriores o posteriores, guardará otros momentos. En música todo es subjetivo.

Miles Davis, como no podía ser de otra manera, elevó la categoría del cartel a su más alto nivel en 1988. El cénit de estos cuarenta años. Y más con los escuderos que tuvo a su lado en aquel rutilante cartel: Oscar Peterson, Michel Camilo, Phil Woods y Chick Corea. No es momento de desmigar toda aquella orgía de jazz excelso, pero en mi mente fluye con frescura un gran instante. Era la séptima pieza del recital, el coloso trompetista se colocó en la esquina izquierda del escenario del Palacio de los Deportes, ante poco más de dos mil personas, encorvado, vuelto de espaldas al público y a sus mismos músicos, luces azules tenues, silencio sepulcral, y él emitiendo suaves sonidos de seda mientras enfilaba el Time After Time, de Cindy Lauper, generando así un calambrazo sobrecogedor de emoción y sensibilidad. ¡Cómo tocó Davis! Como un “arcángel negro”, escribí en mi crónica. El gran trompetista tenía 62 años.

Claro que el 11 de noviembre del 90, ver en directo los carrillos hinchados como globos aerostáticos de Dizzy Gillespie, elevando su trompeta acodada a los cielos, fue otra gloria de los festivales. Con 73 años, en medio de una gran expectación y el Principal abarrotado, el mago se presentó con una orquesta de catorce músicos latinos y americanos, la United Nation Orchestra, en la que figuraba Paquito D’Rivera, quien este año figura en el cartel y que entonces formaba parte de la gran orquesta. Él fue, por cierto, el perfecto enlace para que a las dos horas de finalizado el concierto de Dizzy me lo presentara en un hotel de la ciudad. Estuvo muy amable. Afable y sorprendido cuando le mostré una gran foto de su presencia en el escenario, Gillespie estampó en ella su firma y me contó algo sobre su vida en los escenarios. Un momento mágico.

Llegaría otro gran momento en el 91 con la Mingus Epitaph una gran orquesta de 32 músicos en el escenario del Teatro Principal rescatando una vieja suite del histórico Charles Mingus, Epitaph, la pieza más larga escrita para jazz, que fracasó en su estreno en los años sesenta y el propio contrabajista la escondió en el cajón del olvido, completamente decepcionado y hasta irritado. Treinta años después, sin embargo, su esposa, ya fallecido el contrabajista, la exhumó y se la dio a una gran orquesta que insufló nueva vida a aquel complejo puzle sonoro de géneros, desde el jazz al blues, el swing, el bop, el free, la salsa o el mismo flamenco y el rocanrol. En el Principal sonó de maravilla, sacándole los colores a los que se la cargaron estrepitosamente tres décadas antes. Otra de las grandes e inauditas perlas de la larga y fructuosa historia del festival, henchido de grandes nombres. A por otros cuarenta, cuando menos, y con permiso del reguetón.

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