Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

Miguel Ríos y Johnny Hallyday

johnny-hallyday
johnny-hallyday





Ya hace unas semanas de la muerte de Johnny Hallyday, pero no es éste tema cerrado, al menos en este blog, que no vive de la rabiosa actualidad. Ni Hallyday ni Miguel Ríos, ambos con dilatadas carreras discográficas y con un simbolismo para el rock inapelable, han cerrado ni cerrarán la historia del género, sino que, al contrario, la seguirán abriendo en el presenta y en el futuro cada vez que a alguien le dé por excavar el pasado y aprender de él. Son dos referentes indiscutibles. Ahora, y en años venideros. Por ello, nada demodé el que asomen de nuevo en este blog.


De Miguel, personalmente, sabía, y así lo he escrito infinitud de veces aquí y en el Heraldo, y sigo sabiendo, que ha sido y sigue siendo la voz mayor del rock español, una voz articulada, de una tímbrica fantástica, de un caudaloso flujo de armónicos y un registro riquísimo en matices, lo mismo para el rock que para la balada. Su amplia discografía, con todos los altibajos que se le quieran señalar, es el mejor exponente de ello.


Lo que no sabía es que, además de sus dotes musicales y vocales, posee un talento innato para la escritura. Lo dio a conocer cuando en 2013 editó en Planeta su autobiografía, 'Cosas que siempre quise contarte', un modélico libro de vivencias personales y profesionales, del que ya dí cuenta en este blog, que engancha desde la primera a la última línea, no solo por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta, con coherencia, con fluidez, con gracejo, con ingenio, con humor, con seriedad, con un uso del español en la mejor línea de los clásicos, desde Galdós a Umbral.


Confieso que me quedé asombrado al leerlo, porque no imaginaba tanta pericia y tanto desparpajo a la hora de narrar, menos en alguien ajeno a la literatura. Pues no es así, increíblemente. Una pequeña confesión: ese libro está al lado de mi cama. De vez en cuando releo unas hojas como ejercicio de sanación mental y de disfrute, masticando las líneas, saboreándolas. No es Stefan Zweig ni Borges, pero da igual, como si lo fuera, desde el momento en que su transmisión emotiva y literaria es de una viveza torrencial.


Vienen a cuento estas líneas –hiperbólicas, quizá, para algunos, no para mí- porque me ha llegado a través suyo el texto que escribió para el diario digital Infolibre a raíz de la muerte de Johnny Hallyday, su mejor simétrico en la Galia en lo que concierne al mundo pop, dos rockeros de vidas paralelas, salvando las distancias, como el mismo Miguel señala. Le pedí enseguida permiso para publicarlo en este blog, porque una de las misiones y alegrías que tengo con este rincón digital es compartir aquello que me gusta. Así que conocer y compartir esta pieza que Ríos escribió hace no mucho es un placer inmenso. Si alguien la quiere leer en el lugar original en que se publicó, la tiene en este enlace,  y si no, va a continuación, tal cual me llegó. Es un texto maravilloso, ameno, ingenioso, verista, lleno de sabiduría, de fondo, de cultura y de reflejos periodísticos y literarios para definir una época como la de los primeros sesenta. Ustedes lo disfruten.


LONG LIVE JOHNNY


Por Miguel Ríos Un funeral de Estado en el país de la grandeur, no puede ser otra cosa que la madre de todos los funerales. Solo a la altura del de los faraones en el antiguo Egipto o de las super producciones de Cecil B. DeMille. En este caso, me refiero a la impresionante retransmisión televisiva del sepelio popular de Johnny Hallyday, el proto rocker francés que abrazó la fe del rock and roll, lo tradujo e impulsó en la patria de la lengua de Victor Hugo y en su espacio de influencia. En la neoclásica Iglesia de la Magdalena, repleta de personalidades, presidentes y ex presidentes de la nación y personalidades de todos los órdenes en la vida de la República, estrellas de la cultura, la música y el cine, lamentan la pérdida del Elvis francés, cuyo ataúd reposa a los pies de la talla de Marochetti de la Madeleine. En el exterior, en la fría mañana parisina una muchedumbre llena la gran explanada frente al templo y sigue la suntuosa ceremonia por pantallas gigantes. El ambiente de recogimiento y dolor se manifiesta en cada rostro enfocado por las cámaras. Hay gente que llora y escucha las palabras de amor y reconocimiento que se leen al pie de la escalinata que sube al altar, ante el blanco féretro del padre del rock galo. Todo es recogimiento, silencio, dolor y buena educación. Mientras observo la multitudinaria despedida de mi correligionario en el rock, pienso en las canciones que versioné de sus primeros discos, sobre todo en 'Detén la noche'. Un tema que le compuso un armenio llamado Charles Aznavour, y que yo intenté “clavar” desde mi evidente bisoñez. También recuerdo la anécdota de la responsabilidad tangencial, que su nombre tuvo para que yo me llamara Mike Ríos. La cara que se me quedó el día en que vi mi nombre en inglés en la portada de mi primer disco, y la del director artístico de Discos Philips cuando me espetó: ¿pero tú te crees que Johnny Hallyday se llama así? No. Se llama Jean-Philippe Smet. A ti, Miguelito, al menos te queda el apellido. Desde entonces hemos llevado una vida creativa paralela, salvando enormes distancias. Quiero decir, que como casi todos los aspirantes a rockero, bailamos Twist, Madison, Mashed Potato, Bugaloo y las mil y una danza que la industria del disco lanzó, mientras creyó que el rock and roll era solo una moda pasajera. Yo admiraba a Johnny Hallyday y siempre lo consideré un grande. Aunque, para mi gusto, no era el mejor cantante, sí era uno de los tipos con mejor presencia escénica del rock internacional. O como él mismo cantaba, tenía Rock'n'roll Attitude. Había tocado con los mejores músicos del planeta rock, grabó en los mejores estudios del mundo, y se codeó con las grandes estrellas del género. Si os dais una vuelta por su inmensa discografía veréis al camaleón rubio, versionando la mejor música escrita en el siglo pasado. Y cual Mick Jagger prodigioso, mejorando en la vejez. La única vez que lo vi actuar fue en el verano del 63 en Alicante. En El Gallo Rojo, una famosa y enorme sala de fiestas al aire libre, en la playa de San Juan, donde me había salido un curro alimenticio poco rockero durante quince días. El Gallo ofrecía cada noche un espectáculo de variedades donde yo actuaba como El Rey del Twist, y alucinaba con las largas y bellas piernas de las bailarinas. El día que actuó el astro francés el local se convirtió en un anfiteatro de 6.000 localidades, donde demostró que, verdaderamente, era un performer excepcional. Durante dos horas recibí una clase magistral de lo que algún día tendría que hacer en un escenario. Aturdido por la perfección del sonido, el juego de unas luces nunca vistas, y envidiando el delirio “beatles” que despertaba Johnny en las veraneantes francesas que se lo comían, y en las más modositas fans locales, yo no salía de mi asombro de cómo sudaba el tío bajo el resplandor de los focos. Alguien de la orquesta del local que estaba conmigo me dijo, dicen que se toma dos aspirinas antes de salir a cantar y así rompe más fácil. Más tarde comprobaría que se suda porque se curra. Aquel tipo de 1'85 era la estampa del rocker. Rubio de ojos azules, nacido en el Paris ocupado por los alemanes, fue abandonado por su padre colaboracionista y borrachín. Lo mandaron en acogida con una tía bailarina que vivía en Londres. Crece en el movedizo mundo del espectáculo y construye una de las biografías más arrastradas y rockeras de la que, sin duda, saldrían unos cuantos biopics. Triunfa sin paliativos y vende millones de discos siendo un adolescente. Se casa con “la más bella del baile” y se monta en el agitado tobogán de la década. Para mí tiene el enorme mérito de hacer asimilable la lengua de Albert Camus al rock and roll. Cuando terminó el show, me sentía tan acojonado que ni intenté saludarlo. En el tránsito de las décadas que partieron el siglo XX, el rock and roll se va estableciendo como la música de la juventud en más de medio planeta. Elvis Presley, su icónico tupé, su pelvis pecaminosa, convertido en el Rey del Rock, era el tipo a imitar. Un fenómeno hormonal, con guitarra en ristre, que se convirtió en la imagen de un cambio de costumbres que transformó el papel de la juventud, históricamente secundario, en objeto de deseo. Al margen de que fuera el blanco que mejor fagocitó el invento de los chicos negros que cambiaron el gospel de las iglesias por el rhythm&blues de los tugurios suburbiales, Elvis fue la mejor garganta de su generación. La explosión mundial del rock and roll, muy contestado por la carcundia y las Asociaciones para la Defensa de la Moral, provoca la primera globalización cultural y tiene que ver con la situación política de Estados Unidos y su necesidad de combatir en todos los frentes al comunismo expansivo que provocó la Guerra Fría. Por afinidad cultural, Inglaterra fue el primer eslabón hasta que llegaron The Beatles y produjeron el primer cambio de paradigma. Pero esa es otra historia. En los países receptores del Plan Marshall, los trasuntos de elvispresley surgieron como setas. En Inglaterra Cliff Richard (1940) daba el perfil más blandito del héroe de Tupelo. En Italia il capo di tutti fue Adriano Celentano (1938), que unió a la ductilidad de los músicos italianos, su inmensa magia de fagocitar lo aprendido para devolverlo como original. De todos ellos fue el francés Johnny Hallyday (1943-2017) el que más se acercó a la perfección del molde. En castellano, el mexicano Enrique Guzmán (1943), el líder de Los Teen Tops, fue el adelantado que nos tradujo los mensajes de la Metrópoli. Los cuatro fueron grandes en España y hubo años en que se podían escuchar sus canciones frecuentemente en la radio. No eran tiempos de radio fórmula, todo estaba empezando y la industria discográfica tenía necesidad de programar músicas de otros países. La crítica musical era prescriptiva y se hacía eco de lo que pasaba en otros lugares del mundo. Pero nosotros, los españoles, que no entramos en el célebre Plan Marshall, a lo más que llegamos fue a la caridad de la leche en polvo y el queso americano, que repartía Auxilio Social. Y, como tampoco éramos afines por demócratas, y aunque nos convertimos en el bastión de la cristiandad contra el comunismo, el rock and roll entró con censura, retraso y con sordina. Tuvimos nuestra “Primavera de Praga” rockera en el año 1963, en las míticas “Matinales de Música Moderna” del Circo Price, pero como toda primavera duró un suspiro. Después el desierto. No voy a llorar por el rock and roll español, porque a otros, en ese tiempo, les fue peor. Pero sí quiero recordar a muchos émulos de Elvis, de Cliff, de Adriano, de Johnny y de Enrique, que vivimos al arbitrio de un poder que te decía qué podías cantar, o qué no. Aprendiendo de discos importados por gente como Ángel Álvarez y de revistas como Salut les copains o New Musical Express, que le llegaba a algún amigo con posibles. Vuelvo a Johnny Hallyday y su emocionante entierro que engrandece una vida. No es que los franceses entierren bien, es que conservan sus activos emocionales hasta su último suspiro. Long live Johnny, los viejos rockeros nunca mueren.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión