Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

'Bandas tributo', más preocupación que diversión

Desde hace semanas, por no decir meses, aparece un ostentoso anuncio en el Heraldo publicitando la actuación de Queen en el pabellón Príncipe Felipe durante las próximas fiestas del Pilar. Es una de las actuaciones estelares, a lo que se ve.


Pero evidentemente no es Queen, ni siquiera el sucedáneo que en 2004 se montó con los miembros restantes y con Paul Rodgers sustituyendo a Freddie Mercury. Es una de las típicas y abundantes 'bandas tributo'. Una de las docenas, por no decir centenares de bandas de este caletre que en los últimos años se vienen prodigando en los escenarios y cuyos tentáculos se han extendido a nombres de la segunda y tercera división del pop-rock mundial, si es que tal división pudiera establecerse. Sin ánimo de menospreciar a nadie, en el programa de fiestas aparecen 'bandas tributo' a Luz Casal, Leño o Tako. A este paso, hasta el grupete más discreto va a contar con sus imitadores.


Simple. Es más barato hacerse con la copia que con el original -que por regla general ya no existe-, resulta más cercano y más fácil conseguir los servicios de los dobles que el de los primigenios, son más abundantes y accesibles los tributadores. Y estos además garantizan un baño más o menos correcto, a veces, superlativo, en el mundo del grupo mimetizado. Si por medio corre además el inevitable chorro de nostalgia, bingo.


Es la moda. Un nuevo nicho de trabajo –como de forma necrófila y odiosamente dicen los economistas- abierto en el rock, que quién sabe si no acabará apoderándose de los estadios y de los prime-time televisivos. Bueno, existen conocidos programas ad hoc de imitadores, pero no extraña que un día de estos alguna cadena suba peldaños y se lance a la búsqueda, por ejemplo, de los Beatles más fieles a los originales, e incluso superiores, y se pongan las botas. De hecho, extraña que, con gran aparato promocional y televisivo, alguna gran cadena americana o británica no se haya puesto ya a buscar a cuatro perfectos clones mundiales de Paul, John, George y Ringo con los que, tal y como está el patio, seguramente reventarían audiencias y llenarían estadios. La nostalgia, bien embalada, es además valor seguro.


Tiempos atrás este ejercicio de clonación parecía un simple divertimento, un acto de veneración por parte de varios músicos enamorados de un grupo o artista y su correspondiente cla dispuesta a revivir con ellos momentos de diversión y evocación nostálgica de canciones y sentimientos. Mas ha llegado un momento en que la veneración se ha profesionalizado. El ritual es ya puro oficio y negocio. Y descarado: en los carteles ya no se publicita lo de 'tributo'; en su lugar, se incluyen los nombres de los emuladores junto a un gran logo de los emulados: un 'The Other Side' en el caso de Pink Floyd (cuyo 'eco' también revolotea por Zaragoza este viernes) o 'Dios salve a la reina', como en el caso de Queen. Da la impresión de que los suplantadores se sienten más importantes que los suplantados, que han roto amarras con sus progenitores, que son entes nuevos.


Todo muy respetable, claro, pero con su cara opaca. ¿Qué ocurre con la creación? ¿En qué tesitura se colocan los grupos jóvenes? Se preguntarán: ¿nos rompemos las neuronas buscando horizontes propios o nos infiltramos en el conocido de una estrella famosa, si resulta más cómodo y además seguramente producirá frutos económicos? En vez de formar un grupo con música propia, qué mejor y más rentable idea que travestirse, embadurnarse con canciones ajenas y servir a la deseosa parroquia el fervorín musical anhelado. Y ello, ya no en un local pequeño y ante una audiencia casi de amiguetes, no, en grandes pabellones polideportivos y no se sabe si con el tiempo en estadios. Una buena forma, por otra parte, de asegurar legados, de convertir nombres consagrados y no consagrados en eternos. Y, claro, un gran negocio.


¿Otra navajada más al ya de por sí ajado mundo creativo actual? ¿Y qué hay de los grandes artistas veteranos a los que no les llegó el oleaje de la fama masiva ni a las corvas y ahora ven que, aparte de olvidados, un fanal de clones le pasan por el morro su leyenda fallida, los nombres que eclipsaron sus vidas? ¿Qué pensarán, por ejemplo, Ray Davis y sus Kinks, 'asesinados' en tiempos por sus grandes rivales como los Stones o los Beatles? Ello, salvo que exista grupo tributo a los Kinks, que uno desconoce.


Pero el asunto revela a su vez algo más preocupante en los albores de este milenio: el mal estado de salud que, en general, goza el nuevo rock. Decenas y centenas de grupos, miles, como antes no ha habido, aludes mortales de discos nuevos, pero de apenas calado, aburridos, y lo que es peor, sin evidencias de perdurabilidad.


Estos 'grupos tributo', aparte de vivir de las rentas ajenas del pasado, y quién sabe si colapsando el presente, no solo están cantando las piezas inmortales de sus ídolos sino entreveradamente, sin que ellos seguramente sean conscientes, entonando otra canción más grande, delatadora, real y casi ofensiva: la acefalia musical de las nuevas generaciones de artistas, la falta de nuevas estrellas jóvenes de calado, la sequía de repertorios con visos de eternidad. Quizá esto sea lo más alarmante.


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