Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Nosotros también fuimos inmigrantes

Centro de Bucarest desde el Palacio del Parlamento
Centro de Bucarest desde el Palacio del Parlamento

VIAJE A LOS BALCANES Y RUMANIA (5)


Murighiol (Rumanía)


El siglo XXI empezó en España con apenas 30.000 rumanos. Poco más de una década después el número se ha multiplicado por 30, convirtiéndoles en la nacionalidad con el mayor número de inmigrantes de nuestro país. En Aragón hay 65.000 rumanos.


¿Quién no conoce a un rumano que le cuide un familiar cercano o que le haya hecho un arreglo en casa? Desde Zaragoza sale cada semana seis vuelos a Bucarest y Cluj Napoca. Los precios varían según la temporada. Ida y vuelta ahora en setiembre: entre 165 euros y 180 euros. Un autentico chollo. No hay que viajar a Madrid o Barcelona muchas horas antes en tren o en autobús. En unos minutos te presentas en el aeropuerto si vives en Zaragoza y, en menos de tres horas de vuelo, llegas al otro lado de la Europa comunitaria.


Palacio del Parlamento en Bucarest. Fotografía de Gervasio Sánchez


Por eso me extraña que los vuelos vayan vacíos de españoles y aragoneses. Y me sorprende que en las tres semanas que he pasado en Rumanía, apenas haya visto turistas españoles, incluso europeos. Es un país donde es fácil comunicarse (hay rumanos hablando en perfecto español por todas partes) y precios sorprendentemente competitivos. Con lo que pagas por los vuelos de avión a cualquier país del sur de América Latina, viajas en coche alquilado, duermes y comes en Rumania durante tres semanas. Sin agobios presupuestarios y sin necesidad de hacer reservas hoteleras, al menos, durante el mes de julio.


En los años sesenta dos millones de españoles tuvieron que emigrar a Europa para mejorar sus vidas. La mitad se fue sin contrato laboral y un 80% era analfabeto. Miren las imágenes de entonces: iban con maletas atadas con cuerdas, vestidos con sus humildes mejores ropas. Eran retenidos en la frontera francesa para ser sometidos a exámenes médicos. Les recomiendo el documental El tren de la memoria, de Marta Arribas y Ana Pérez, presentado en 2005, para que vean cómo fue aquel éxodo económico.


En el documental se explica que a los alemanes les molestaba tener a los españoles como vecinos porque el edificio siempre olía a aceite y a ajo. Pero, luego, esos mismos alemanes venían a nuestras playas y aprovechaban las auténticas gangas para sentirse como turistas ricos después del largo año laboral. Incluso muchos de ellos, igual que suizos y franceses, eran atendidos en bares y chiringuitos de playa por antiguos inmigrantes que habían conseguido crear su propio negocio después de años de sacrificio.


Vista de Bucarest desde el Palacio del Parlamento. Fotografía de Gervasio Sánchez


Algo parecido está pasando ahora en Rumania. Tres de sus 21 millones de habitantes viven en el extranjero, casi un tercio en España y otro tercio en Italia. Por todas partes están naciendo pequeños negocios familiares (pensiones, restaurantes, tiendas de abastos) cuyo origen está en los salarios muchos más elevados que han conseguido ahorra.


La ilusión por conseguir un empleo en países más avanzados sigue muy desarrollada entre los jóvenes rumanos. El desempleo español triplica largamente el de Rumania, de apenas 7,5%. Pero los salarios son muy bajos. Un camarero gana 250 euros al mes mientras un médico veterano no alcanza el millar.


Los más jóvenes saben que un contrato laboral de tres meses en España o Italia les permite ahorrar la misma cantidad de dinero que si trabajaran dos años en su país. “Me fui a Italia a recoger fruta y me compré un coche al regreso”, me cuenta un joven campesino de 20 años. Es de tercera o cuarta mano por el que ha pagado menos 1.500 euros. Pero es el coche en el que pasea con su novia después de trabajar seis días a la semana en un pequeño pueblo transilvano donde no hay otras diversiones.


Todas las descripciones sobre Bucarest, la capital rumana, no suelen ser muy halagüeñas. Pero vale la pena dedicar un par de de días de visita. Tiene un agradable centro histórico y sería más interesante si el dictador Nicolae Ceaucescu no hubiera arrasado con iglesias, monasterios e inmuebles antiguos para construir el segundo edificio más grande del mundo después del Pentágono poco antes de que un levantamiento popular acabase con su régimen y su vida en diciembre de 1989.


El llamado Palacio del Parlamento es una mole impresionante de 85 metros de alto sobre una superficie de 330.000 metros cuadrados que costó 3.300 millones de euros, tal como indica mi guía Lonely Planet. 700 arquitectos y 20.000 obreros trabajaron en turnos de 24 horas durante cinco años para construirlo. Cuando se iluminaba consumía en tan solo cuatro horas el suministro eléctrico de un día en todo Bucarest, una ciudad de casi dos millones de habitantes. Su visita es imprescindible para no olvidar lo que significa la megalomanía del poder.


Y sobre todo vale la pena después de haber visitado sus espectaculares habitaciones y pasado por debajo de arañas de cristal de dos toneladas y medio de peso acercarse al llamado cementerio civil de Ghencea, a un par de kilómetros, para ver la sencilla tumba de los Ceaucescu, que casi nadie visita.


Hasta diciembre del 2010 Nicolae y su odiada esposa Elena no compartieron el mismo espacio. Fueron enterrados en tumbas separadas en secreto después de haber sido ejecutados.  A mediados de ese año los restos de ambos fueron exhumados y sometidos a pruebas de ADN. El Instituto de Medicina Legal rumano anunció unos meses después que unos restos pertenecían a Ceaucescu. Pero no pudieron identificar con fiabilidad los de su esposa aunque decidieron enterrar todos los huesos juntos en la misma tumba.


Rumania apenas tiene unos 500 kilómetros de autopistas. La más larga une la capital con Constanta, la puerta entrada a las playas del Mar Negro y tercera ciudad del país, que debe su nombre a Constancia, la hermana del emperador romano Constatino. Centenares de miles de rumanos abandonan las planicies castigadas por el duro calor veraniego para refugiarse en las decenas de playas bañadas por este mar interior. Una sucesión de complejos turísticos ha masificado toda la zona, pero se pueden disfrutar de  playas kilométricas de fina arena.


Sí hay algunas moles que ha desfigurado la costa, pero nada que ver con lo que ha ocurrido en la mayoría de ciudades veraniegas de nuestro país. Dicen que los precios se han disparado en los últimos años debido a la fuerte demanda de una clase media incipiente. Desde luego los alquileres no se acomodan al bolsillo medio rumano. Aunque es entendible que los capitalinos huyan de temperaturas que superan los 40 grados durante el verano y estén dispuestos a pagar lo que sea por un trozo de playa. En eso se parecen a nosotros.


Delta del Danubio, repleto de nenúfares. Fotografía de Gervasio Sánchez


Uno de los lugares más espectaculares de Rumania es el delta del Danubio, reserva de la biosfera, lugar de descanso y zona de paso para las aves migratorias en su viaje a África, Asia, Mongolia o Siberia, y formado por centenares de lagos y riachuelos a los que sólo se puede acceder en pequeñas embarcaciones o en hoteles flotantes. Esta zona da para estar días o semanas sin aburrirse. Incluso se puede plantar la tienda de campaña en muchos puntos del interior del delta.




Nosotros preferimos buscar una localidad lo más alejada del bullicio de Tulcea, de donde parten los principales ferris, y elegimos Murighiol, aldea a  la que llegamos por una carretera bien asfaltada. Nos quedamos en un precioso hotel a pocos metros del aparcadero de las barquitas que te llevan hasta el coto de caza que utilizaba Ceaucescu para derribar patos y garzas y nos dimos un buen paseo de varias horas con un barquero que había vivido algunos años en España.


Pelícanos, garzas reales, cigüeñas blancas, cisnes cantores, cormoranes pigmeos entre lagos de nenúfares. Es difícil que vuelva a ver tantas ranas y sapos juntos en mi vida. “Cuando saltaban simultáneamente parecían un equipo de natación sincronizada”, escribió mi hijo en su diario.


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