Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Diario de la infamia (3 de abril de 2003)

Hace 10 años empecé Diario de la Infamia coincidiendo con el inicio de la invasión en Irak. Durante un mes escribí cada día un artículo criticando duramente aquella guerra contra un criminal y genocida llamdo Sadam Husein. A pesar de que mis artículos pudieron molestar a los dueños del diario jamás recibí ninguna recomendación para que cambiara el tono de mis artículos. Durante estos diez años he regresado muchas veces an Iraq y he visto como el país se iba desangrando.


NORMALIZACION DE LA BARBARIE (Publicado el 3 de abril de 2003)


La guerra gotea sangre desde el primer minuto y colapsa nuestras defensas anímicas muy rápido. Las imágenes del horror nos persiguen en nuestros trabajos, en los comedores de nuestras casas, en los sueños más profundos. Persiguen a nuestros hijos que ya hablan con naturalidad de bombardeos, disparos y muertos. Sentimos pena y rabia por el dolor gratuito.


Queremos parar la guerra, gritamos un No rotundo en las calles, sentimos que estamos cumpliendo con nuestro deber cívico mientras una nueva ración de muerte y desesperación atraviesan la pantallas de los televisores. Con qué facilidad llegan las nuevas imágenes, puntuales, nítidas, desnudas. No se necesitan palabras para explicar el nuevo desastre.


Vemos a un hombre enseñando a un bebé destrozado como si fuera un muñeco de goma. Vemos a otro hombre llorando rodeado de los ataúdes, de esas cajas de madera barata, apuntaladas a toda prisa, donde duermen sus hijos y sus seres queridos para siempre. Vemos amputados, heridos con suerte y heridos sin suerte, heridos que vivirán, heridos que morirán. Vemos la barbarie. Y quedamos atrapados en un profundo dolor.


José Saramago ha escrito: “El dolor llena todo el espacio, se arrastra por los corredores, sube por las paredes, hace añicos los cristales de las ventanas, revienta el techo, es un aullido, un grito lacerante, un gemido sordo y continuo, un silencio”.


En silencio miramos. En silencio escuchamos los gritos que llegan desde el campo de batalla. En silencio sentimos una profunda repugnancia por los responsables. En silencio nos sentimos atrapados en la frustración. En silencio caminamos con la inseguridad de un niño de corta edad o un borracho. En silencio odiamos a un mundo que es capaz de permitir la debacle. En silencio queremos la mejor anestesia contra el daño que sentimos. En silencio nos enfrentamos a la normalización de la barbarie en nuestras vidas.


Todas las guerras provocan los mismos sentimientos en las personas cabales. La exasperación da paso a un dolor intenso que necesitamos combatir con remedios urgentes. Queremos ayudar como aquella niña de 11 años que preguntaba al periodista por qué no escondía a varios niños en su coche y los sacaba de Sarajevo cuando abandonaba el cerco.


Como aquellas personas que se planteaban adoptar a los niños ruandeses que morían en los orfanatos de Goma en el verano de 1994. Que pedían desesperadas información para iniciar los trámites burocráticos. Como aquellas personas que deseaban una niña china huérfana después de haber visto un reportaje sobre las condiciones de vida en los orfanatos de aquel país.


Ahora queremos salvar a los niños iraquíes que sufren los bombardeos. Seríamos capaces de alojarlos en nuestras casas un día, un mes, un año o toda la vida con tal de evitar su sufrimiento. Pagaríamos lo que fuera por no sentir ese golpe doloroso cada mañana cuando hojeamos los diarios o vemos los informativos. Como nos sentimos culpables, automedicamos nuestra conciencia con deseos imposibles.


Quizá no somos culpables del todo. ¿Se puede ser culpable cuando la decisión la han tomado otros? NO. Pero si entramos en el territorio movedizo de la ambigüedad podemos afrontar diferentes niveles de culpabilidad. Se es culpable por acción. Los que ordenan la matanza. Se es culpable por omisión. Quienes las permiten, quienes la silencian, quienes la excusan, quienes olvidan a los “injusticiados”. Entonces, la culpa puede ser universal.

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