Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Somalia y Sudán, a la deriva

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Si tuviera que elegir el mes más intenso de mi vida profesional seguramente me decantaría por marzo de 1995. En apenas treinta días fue testigo de la deriva de dos países: Somalia y Sudán. El 2 de marzo volaba desde Nairobi a Mogadiscio para cubrir el fin de la misión de la ONU en el país más peligroso de África.


En el tiempo que dura unas vacaciones fui testigo de cómo la comunidad internacional abandonaba Somalia a su suerte. Conviví con la guerrilla sudista sudanesa, algunos de cuyos miembros se paseaban completamente desnudos cargando modernos fusiles de asalto. Vi a mujeres entrenándose en las milicias islámicas con la misma pasión que los hombres y niños esclavizados amarrados a postes con cadenas.


El periodismo te permite (o te permitía) hacer estos traslados soñados como si fueses el dueño del tiempo y el mapa. Cuando era niño me gustaba recorrer el mapamundi con las yemas de los dedos. Aprendí antes las capitales africanas que las tablas completas de multiplicar.


Pero aquellos viajes que hacía en la plenitud de mi carrera no eran tan jubilosos. Al contrario, tenías que estar dispuesto a enfrentarte al horror más puro, al desmoronamiento de estados reglados por potencias coloniales que colocaban o quitaban gobiernos sin importarles las consecuencias.


El día que Alfonso Armada me llamó para decirme que había convencido a su diario de viajar a Somalia y Sudán no me lo pensé ni un minuto. Sabía que aquellos viajes eran muy caros y conocía el resultado final: mis gastos serían superiores a mis ingresos. Pero me lo tomé como si fuese unas vacaciones extras.


Volamos de noche a Londres y Nairobi y pasamos nuestro primer día haciendo contactos. Supimos que un equipo sudafricano ya había contratado una avioneta en la que aún quedaban dos plazas libres. Nos sumamos al grupo.


Si África es bella al amanecer nuestro particular amanecer camino del infierno fue espectacular. Era como una descarga de intensa luz que rompía contra los cristales de nuestro aeroplano como si fuéramos los elegidos para la salvación.


Marines estadounidenses abandonando sus posiciones en Mogadiscio (Somalia) en marzo de 1995. Fotografía de Gervasio Sánchez


Nuestro destino era una pista de tierra donde debía esperarnos Mohamed, el propietario del hotel Sahafi con dos vehículos cargados de jóvenes somalíes armados, nuestra escolta permanente. Somalia, ha sido el único país del mundo donde he trabajado con protección armada. No había alternativa: Ibas escoltado o te secuestraban.


El piloto hizo un par de pasadas a unos centenares de metros de altura y cuando confirmó visualmente que nuestra escolta nos estaba esperando descendió con rapidez. En escasos minutos ya estaba de nuevo en el aíre regresando a su base en Kenia.


Los escoltas somalíes tomaron posiciones  y los vehículos aceleraron. Había que atravesar la llamada línea verde entre los partidarios del general Farah Aidid y el presidente Ali Mahdi, dos señores de la guerra que estaban dispuestos a arrasar todo el país como prueba del intenso odio que se tenían.


Como ocurre en todas las guerras, la lluvia de dólares alimenta los acuerdos. El dueño del Sahafi había pactado con todas las milicias: su establecimiento hotelero era un lugar neutral. Luego cobraba una buena comisión a los periodistas. Pero así son algunas coberturas y sólo te queda confiar en que el trato fijado no sea violado por algún loco o  un desajuste a la hora de pagar.


Apenas dejamos el equipaje en la habitación alquilamos una escolta y nos lanzamos al inframundo somalí como si nos fuera la vida. Queríamos ver, conocer, comprender. Testigos directos de un nuevo desfalco a la historia, de la ruina y la desolación de uno de los países más bellos del mundo.


Dos años antes, el 9 de diciembre de 1992, los estadounidenses habían desembarcado en Mogadiscio bajo los focos de centenares de cámaras. Ahora se iban de extranjis, como si no quisieran pagar la cuenta de aquella devastación. Tengo algunas imágenes cómicas. Soldados sudorosos abandonando sus posiciones y corriendo por las playas hasta los blindados anfibios.


Heridos somalíes por disparos de soldados estadounidenses en marzo de 1995. Fotografía de Gervasio Sánchez


Todo fue muy rápido. El viernes 3 de marzo se fueron los soldados, los funcionarios y la mayoría de los periodistas. El sábado 4 de marzo se celebró la retirada con algún pequeño baño de sangre. El 5 de marzo se hizo el silencio. Nos quedamos solos en el hotel saboreando desde la terraza unas espectaculares vistas mientras hincábamos los dientes en unas insípidas langostas, nuestro menú de despedida.


Mohamed nos persuadió para que lleváramos una escolta doble en nuestro traslado  hacia el aeropuerto del sur. Él ganaba más dólares, nosotros más seguridad. En uno de los vehículos se emplazó una ametralladora pesada. Envueltos en una nube de polvo llegamos en menos de una hora. Decenas de avionetas aterrizaban cargadas de qat, una droga anfetamínica, y regresaban vacíos a Nairobi. Sería fácil negociar a un buen precio.


Habíamos pasado una semana en Mogadiscio y establecido una buena relación con nuestros escoltas. Ellos siempre nos indicaban los lugares a dónde podíamos ir. Nos cogían de la mano para que nos sintiéramos más seguros. Dos de ellos nos acompañaron hasta la puerta de la avioneta. Llevaban los fusiles escondidos entre las ropas. Allí se mantuvieron hasta que despegamos.


Una hora después de aterrizar en Nairobi ya habíamos organizado nuestro viaje de dos días por carretera hasta la frontera de Sudán en un todo terreno de Médicos sin Fronteras. En Lokichogio había un gran campamento de la ONU desde donde se distribuía la ayuda humanitaria a todo el sur de Sudán. Cinco millones de desplazados dependían de ella para sobrevivir.


Pasamos un par de días en pequeñas aldeas en el interior de Sudán. Cada día había vuelos en diferentes direcciones y era relativamente fácil viajar. Pero Alfonso Armada enfermó cuando llevábamos una semana. En un pequeño dispensario las primeras pruebas detectaron malaria. Decidimos que él regresaría a Nairobi y yo volaría al sur sudanés. Llegué a Maridi y visité el hospital donde dos décadas antes había empezado la primera epidemia de ébola, una de las enfermedades más mortíferas. Días más tarde Alfonso me recibió con una buena noticia en Nairobi: no era malaria sino gastroenteritis. Regresamos juntos a España.


Entrenamiento de mujeres pertenecientes a las milicias islámicas sudanesas en Jartum en marzo de 1995. Fotografía de Gervasio Sánchez


Nueve días después volábamos de nuevo a Jartum. Habíamos sido invitados a una cumbre de grupos radicales islámicos donde participó Osama Bin Laden, que en aquel tiempo era un perfecto desconocido. También oímos por primera vez la palabra talibán. Fue curioso hablar con representantes de grupos que odiaban a los occidentales y que hubiera dado la orden de ejecutarnos si nos hubiéramos topado con ellos en Argelia, Pakistán o Afganistán. Pero la invitación del gobierno sudanés era un buen salvoconducto.


Había muy pocos periodistas occidentales. Los americanos eran todos musulmanes. Un funcionario del ministerio de Asuntos Exteriores, que había estudiado Ciencias Políticas en Madrid, incluyó los nombres de un par de medios españoles en la lista de invitados. Fue más fácil que nunca trabajar en aquel país tan cerrado.


Somalia ya está huérfana de la ONU (publicado el 3 de marzo de 1995)


Sudán, un país a la deriva (1) (Publicado el 26 de marzo de 1995)


Sudán, un país a la deriva (2)


Sudán, un país a la deriva (y 3)








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