Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Yo no quería ir a la guerra de Bosnia

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El inicio de la guerra de Bosnia-Herzegovina en abril de 1992 lo viví con total indiferencia. Meses antes había abandonado los campos de batalla de Croacia con la firme promesa de no volver nunca más a una guerra balcánica. La mayoría de los periodistas abandonaron Sarajevo cuando la cobertura de la guerra se volvió inevitablemente muy peligrosa. Los bombardeos sobre la capital eran constantes, pero apenas había imágenes.


En mayo decidí viajar a Israel. Había pasado toda la guerra del Golfo de 1991 en ese país y quería saber cómo había evolucionado la situación. Parecía que la paz entre judíos y palestinos era más posible que nunca.


Compré un billete de avión Barcelona-Belgrado-Ammán con las líneas áreas yugoslavas. Mi idea era pasar una semana en la capital balcánica para otear el ambiente y luego continuar el viaje hasta Jordania.


Las noticias eran cada día más alarmantes. Todos los periodistas extranjeros habían abandonado Sarajevo, la capital cercada. Una noche cené en Belgrado con el español José María Mendiluce, enviado especial de la ONU. Su relato fue tan estremecedor que creí que estaba exagerando. La entrevista que publiqué llevaba un titular terrible: “El horror que vive Bosnia supera la imaginación humana”.


La coincidencia de dos hechos cambió posiblemente mi vida profesional. Las sanciones económicas impuestas a Yugoslavia incluyeron el cierre del espacio aéreo para las líneas comerciales del país. Mis billetes de avión ya no servían para nada. No podía viajar a Jordania ni regresar a España.


Mis finanzas en aquellos años no eran boyantes. Trabajar como freelance te obligaba a hacer equilibrios económicos increíbles. Cada día gastabas en el hotel, las comidas, el traductor, el transporte. Sólo te pagaban si publicabas. Quedarme en Belgrado no era una alternativa. La fractura entre gastos e ingresos se volvía cada día más acuciante.


El domingo 31 de mayo de 1992 se celebraron elecciones en Serbia y Montenegro. A media tarde coincidí en un colegio electoral de Belgrado con el fotógrafo Santi Lyon, al que había conocido en Centroamérica años antes. Intercambiamos algunas frases y quedamos para cenar.


Esa cena sirvió para labrar una gran amistad y, sobre todo, para cambiar radicalmente mi perspectiva sobre los conflictos balcánicos y mi visión sobre las coberturas bélicas en general.


Santi Lyon había salido tres semanas antes de la capital bosnia con el cadáver de un compañero: “Tuve que buscar el cuerpo de Jordi Pujol entre decenas de muertos. Ponernos de acuerdo con los sitiadores serbios para que nos permitiesen abandonar la ciudad. La pesadilla duró tres largos días hasta que llegamos a Split”, me explicó visiblemente emocionado.


Supe que Jordi Pujol, un joven fotógrafo que había conseguido una garantía del diario Avui, había viajado a Sarajevo con Erick Hauck, el joven periodista catalán que tanto me había ayudado el año anterior en Croacia.


Al final de la cena Santi me dijo que había decidido regresar a Bosnia al día siguiente y me invitó a acompañarle. Me sentí muy confundido. Seguía sin querer involucrarme en aquella matanza, pero también deseaba ver con mis propios ojos lo que estaba pasando. Le dije a Santi que si decidía ir con él me presentaría en su hotel a primera hora de la mañana.


Aquella noche no dormí. Di vueltas y vueltas en la cama. Me pregunté mil veces si valía la pena romper mi promesa. Sopesé los pros y los contras. Finalmente decidí que sí. Tampoco tenía sentido quedarse en Belgrado sin billete de avión.


Tumba de una víctima bosnia de 1992. Fotografía de Gervasio Sánchez


El viaje se aplazó 24 horas. Queríamos tener la mayor información posible para realizar un recorrido muy peligroso. Atravesar las zonas no controladas por los grupos armados irregulares, la llamada tierra de nadie, es lo más complicado de cualquier cobertura bélica. Además, intentábamos organizar un convoy de periodistas con el objetivo de ser menos vulnerables.


Diez periodistas de diferentes nacionalidades decidimos viajar en cuatro vehículos a Sarajevo el martes 2 de junio. Nuestro primer objetivo era la ciudad de Bratunac, al otro lado del río Drina que separa Serbia de Bosnia oriental. Allí se encontraba el cuartel general de las fuerzas serbio-bosnias.


Al principio se negaron a permitirnos el paso. Esgrimían como excusa la peligrosidad del trayecto. Pero la verdadera razón es que no querían que viésemos el horror que las unidades paramilitares habían dejado a su paso. Entre Bratunac y la aldea serbia de Kravica no quedaba una sola casa en pie habitada por musulmanes.


Nos prohibieron tomar imágenes, nos amenazaron con matarnos si lo hacíamos. Centenares de casas ardían a nuestro paso. Unos 10.000 musulmanes habían huido o sus cuerpos yacían en fosas comunes. Los paramilitares serbios, borrachos y excitados, cargaban las pertenencias robadas en sus coches y se los llevaban a sus casas situadas al otro lado de la frontera. Era el fin de la Bosnia multiétnica.


El responsable del último control serbio nos advirtió que podíamos ser atacados por los musulmanes. Nos despedimos y avanzamos muy lentamente. Había decenas de carcasas de proyectiles de 100 mm. que habían sido disparadas por carros de combate recientemente.


Detuvimos los vehículos delante de una barricada insalvable. Bajamos de los coches con los brazos en alto. Nos veíamos a nadie, pero sentíamos que nos estaban vigilando. Hasta que una decena de milicianos aparecieron en un pequeño montículo y nos apuntaron con sus armas.


La sensación de que no saldríamos vivos de allí duró varios minutos. Estaban muy nerviosos y los más jóvenes nos empujaban con las armas contra una pared salpicada por la metralla. Uno de ellos estuvo a punto de quitarle la espoleta a una granada. Uno de los responsables lo impidió


Pasamos 24 horas detenidos en aquella aldea aislada. Nos contaron que muchas mujeres y niños habían sido asesinados en los alrededores. Nos trataron bien pero nos impidieron recoger testimonios o tomar fotografías.


Los puentes habían sido dinamitados. No nos quedaban otra opción que regresar por donde habíamos venido, es decir, dirigirnos de nuevo a las posiciones serbias, transitar por kilómetros de tierra de nadie, y arriesgarnos a ser bombardeados.


Los serbios nos estaban esperando. Sus cañones apuntaban a la carretera. Cuando faltaba medio kilómetro decidimos bajarnos de los coches. La opción más lógica y peligrosa era dirigirnos a pie hasta sus posiciones con los brazos en alto y gritando que éramos periodistas extranjeros. La pesadilla acabó cuando uno de los oficiales nos reconoció. Se nos pasó el miedo con unas cervezas heladas.


La artillería pesada estaba bombardeando Srebrenica. Fue la primera vez que escuché hablar de esa aldea que se convertiría tres años más tarde en el símbolo del terror. Más de ocho mil varones, entre ellos 300 niños, fueron asesinados en julio de 1995 y sus cuerpos enterrados en fosas comunes clandestinas. Todavía hoy se exhuman los cadáveres y se identifican individualmente a las víctimas.


Anochecía cuando nos autorizaron a regresar a Belgrado. Los serbios seguían quemando casas y rematando a los perros aterrorizados. Tardamos tres horas en llegar a la capital serbia. Habíamos sido testigos de lo que estaba pasando en Bosnia, pero no teníamos imágenes ni testimonios. Sabíamos que pudimos morir por nada.


Pesadilla en la tierra de nadie (Reportaje publicado el jueves 4 de junio de 1992)


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