Blog - Tinta de Hemeroteca

por Mariano García

El asesinato de la bailarina del Oasis



Uno de los crímenes que más conmoción causó en la Zaragoza del siglo XX fue el de Conchita Granados en el Royal Concert en mayo de 1928. Aquel cabaré es hoy el Oasis y, si no estoy equivocado, el cambio de nombre tuvo lugar con la llegada de la República, cuando no se veían bien los establecimientos que incluían un 'Real' o 'Royal' en su nombre. El post es muy largo, contraviene las normas de los blogs pero, ¿no quedamos en que esto no era un blog? El 3 de mayo HERALDO hizo una completa reconstrucción del asesinato, de la que entresaco lo siguiente:

La primera noticia se recibió en los centros oficiales a las cuatro de la mañana. En el Royal Concert, situado en la calle de Boggiero, un concurrente había disparado su pistola contra una de las artistas, matándola. El juez de guardia, que lo era ayer el del distrito del Pilar, don Ángel Villar, se personó a los pocos momentos de conocerse la noticia en la Comisaría de Vigilancia, donde ya había sido llevado el criminal. La infortunada víctima de este suceso se llamaba Conchita Granados, de diez y seis años de edad,  natural de Madrid, donde vivía en unión de su madre, su abuelita y cinco hermanos.

Era artista de varietés, bailarina, desde hacía dos años, y mostraba excelentes cualidades para el arte a que se dedicaba. Había trabajado en varias poblaciones españolas y en muchos cabarets de Madrid.

Como siempre, le acompañaba en sus viajes su abuelita, una anciana de setenta y ocho años llamada Eladia, que adoraba a su nietecita.

Conchita Granados había venido contratada al Real Concierto por mediación de la agencia madrileña Centro Artístico. Llegó a Zaragoza el lunes 23  de abril, debutando aquella misma noche. Traía un contrato por quince días, que terminaba el día 7 del actual, con treinta pesetas diarias de sueldo.

La muchacha, por su carácter serio y formal, bien pronto se captó las simpatías de todas sus compañeras de hospedaje. No se la conoció, en los pocos días que vivió en Zaragoza, el menor asomo de galanteo con nadie. Terminaba su trabajo y se retiraba a la pensión, siempre acompañada de su abuelita. Todo y su único afán era progresar en su arte. A tal fin, en Madrid acudía frecuentemente a una academia de baile y, en provincias, ya que no podía hacer esto, dedicaba sus afanes a coser las ropas con que había de engalanarse para salir al escenario.

Ahora precisamente, con sus escasos ahorros, había comprado unas telas y se estaba confeccionando un par de vestidos. ¡Dos vestidos más que lucir ante el público!

Abuelita -le decía la artista riendo a la anciana-. ¡No vamos a tener dinero para regresar a Madrid!

Pero la abuelita todo lo daba por bien empleado, con tal de satisfacer un deseo de su nieta, tan justo y racional, por otra parte, en una artista.

El carácter de Conchita era más bien apocado que otra cosa. No conociéndola a fondo, se le diría una mujercita poco cordial. Anteayer hizo la vida de costumbre. Terminado su trabajo, subió al foyer y allí permaneció hasta el momento en que ocurrió la tragedia.

Nicéforo R. llegó a Zaragoza el día 25 del pasado abril. Vino desde Madrid y tenía intención de pasar unos días en nuestra ciudad y continuar luego su viaje a Barcelona. Tiene 25 años de edad y es soltero. Posee en Madrid un pequeño comercio de drogas y perfumería. Al llegar a Zaragoza, en la estación se dirigió a uno de los chofers que allí se hallaba de servicio, Martiniano V., de veinte años de edad, conocido por 'el Royo'. Nicéforo solicitó del chófer que le condujese a una fonda modesta, y Martiniano le llevó a la fonda de San José, situada en la calle de Prudencio, número 44. Como hablasen algo durante el trayecto de la estación a la fonda, Nicéforo, que no conocía a nadie en Zaragoza, se hizo amigo de Martiniano. Y unas veces en el coche en que prestaba sus servicios, y otras a pie, recorrieron ambos la ciudad frecuentando todos los lugares de diversión y aprovechando todas las ocasiones de divertirse.

Así las cosas, una noche acudieron ambos al Royal, y después de presenciar el espectáculo, subieron al foyer, dispuestos a pasar un rato alternando con las artistas. Allí conoció Nicéforo a Conchita, que no podía imaginar el alcance que pudiera tener tal conocimiento. Traía en su poder el madrileño 1.200 pesetas, y con ellas quiso mostrarse espléndido, convidando a Conchita y sus compañeras.

Volvió al día siguiente y nuevamente volvió a invitar a la artista. Pero algo notaría esta, cuando, cauta y precavida, procuró evitar aquella relación.

Nicéforo hizo proposiciones a Conchita que la desagradaron por entero, y la artista, antes de dar calor al enamorado joven, prefirió rehuir su trato. Seguramente fue esto lo que la perdió.

Al ver el desvío de la artista, Nicéforo indicó a su amigo y acompañante, el chófer, que quería hacerse con una pistola.

-¡Hombre! -dijo Martiniano-. Precisamente hace unos días que le quité una a mi padre para vendérsela a un compañero. Podemos ver si éste te la quiere vender a ti.

Nicéforo y 'el Royo' fueron en efecto a los Espumosos, donde se hallaba el comprador de la pistola, y allí se hicieron con ella nuevamente. El madrileño pagó por el arma, con cinco cápsulas, ocho duros. Es una Star grande y algo usada. No sabemos si Nicéforo explicó a su amigo los motivos que le impulsaban a comprar el arma. Lo que sí parece cierto es que en el Royal, y ante algunas compañeras de Conchita, dijo que si ésta continuaba sin hacerle caso, la mataría.

Al igual que otras noches, la del martes 'el Royo'  fue a buscar al madrileño a la fonda. Y, como todos las noches también, salieron juntos, encaminándose al Royal.

Conchita estuvo buena parte de la noche sentada en una mesa, alternando con un señor extranjero. Por cierto que llamó la atención de todos que ni ella ni él hablasen apenas.

Juntos estuvieron comiendo unos 'sandwichs' y bebiendo una botella de manzanilla, y ya cerca de las tres de la madrugada se retiró del Royal el caballero extranjero, despidiéndose afectuosamente de Conchita. En una mesa próxima se hallaban Nicéforo y el chófer. Tampoco parecían ambos muy locuaces. Por el contrario, el madrileño se encerró en un extraño mutismo, que no pasó desapercibido para todos los concurrentes al foyer. Es más, en algunos momentos, Nicéforo escondía la cabeza entre sus manos y sollozaba apenadamente.

Ya era llegada la hora de cerrar. Cuando la artista conversaba en pie, junto a sus compañeras, apoyada en la mesa con el codo derecho, se levantó Nicéforo y echó mano al bolsillo de atrás del pantalón.

El dueño del café, don Ricardo Moreno, que no perdía de vista sus movimientos, por haber notado algo raro en aquel parroquiano, creyó que iba a sacar la cartera para pagar las dos botellas de vino que había consumido. Pero lo que sacó fue una pistola y, esgrimiéndola, sin decir una palabra, se aproximó a la mesa ocupada por las artistas, apuntando a Conchita.

Fue todo tan rápido e imprevisto que no hubo lugar a impedir la agresión. Nicéforo, al tiempo que apuntaba, disparaba el arma contra Conchita, y ésta, con un ademán defensivo, levantó el brazo para taparse la cara. ¡Esfuerzo inútil!... La bala, con una trayectoria dislocada y absurda, atravesó el antebrazo de la joven, yendo a incrustársele bajo el corazón. Don Ricardo Moreno se abalanzó rápido sobre el agresor, sujetándole la mano y agarrándole por el cuello... Fue una lucha tremenda, durante la cual Nicéforo hizo otros dos disparos, que por fortuna no alcanzaron a nadie. Conchita, lanzando ayes, salió tambaleándose al vestíbulo, y al llegar a la puerta del guardarropa, cayó al suelo.

La confusión que se produjo fue espantosa. Mientras unos sujetaban al agresor, otros acudían en socorro de la artista.

Sin pérdida de momento, se procedió a trasladar el cuerpo de la víctima al Hospital, cosa que llevaron a cabo en un coche el 'regisseur', Faustino Marco, y el encargado del guardarropa.

Mientras tanto se hacía cargo del agresor una pareja de guardias de Seguridad que prestaba servicio en la calle de Boggiero, conduciéndolo a la Comisaría. Los que transportaban el inanimado cuerpo de Conchita al benéfico establecimiento, observaron, cerca ya del Hospital, que la joven se debatía en las convulsiones de la agonía. Al ingresar en la sala de operaciones, el médico de guardia, señor Fuentes, solo pudo certificar que la víctima era ya cadáver.

A las cinco de la mañana, el juez don Ángel Villar ordenó la comparecencia del agresor, Nicéforo, para tomarle declaración. A esta diligencia permitió el juez, con su amabilidad acostumbrada, que asistiesen los periodistas. La escena resultó emocionante en grado sumo. Nicéforo, que no conocía el trágico fin de la artista, penetró en el despacho de la Comisaría, donde se había constituido el juzgado, llorando desconsoladamente. El señor Villar le prodigó unas palabras de consuelo, para calmar su excitación nerviosa, y Nicéforo tomó asiento junto a la mesa del juez.

El detenido es alto, moreno. Viste traje marrón nuevo, y calza zapatos de color, también nuevos. A las preguntas del juez, contestó con incoherencias.

-Esta noche -dice- no quiso Conchita bailar conmigo, y yo no supe lo que hacía...

-¿Tú adquiriste la pistola con intención de matar a Conchita? -preguntó el juez.

Y el detenido, tapándose la cara con el pañuelo, contestó:

-¡No lo sé, señor juez, no lo sé! ¡Mañana se lo diré a usted todo!

Y, haciéndose cargo de su tremenda falla, volvió a llorar, exclamando:

-¡Me he perdido! ¡Me he perdido!

Don Ángel Villar enfiló su interrogatorio por otros derroteros.

-¿Has tomado alguna vez cocaína?

-¡Nunca, nunca! -dijo Nicéforo-. A mi no me pinchan eso...!

Por fin, Nicéforo, que iba poco a poco recobrando su serenidad, se decidió a contarlo todo.

-¡Pues, sí, señor juez -habló entre balbuceos-. Yo compré la pistola con intención de matarla, porque me había despreciado. Esta noche fui al cabaret y ella estaba con otros hombres... La llamé y no me hizo ningún caso... Entonces, ofuscado, disparé...

Y volvía a llorar amargamente, repitiendo:

-iMe he perdido! ¡Me he perdido!

El juez suspendió el interrogatorio.

Y aun al hacer que Nicéforo firmase su declaración, el detenido aseguró con voz firme:

-¡..No ponga usted ahí, señor juez, que estoy bebido...!

A Nicéforo le quedaban, al ser detenido, de las 1.200 pesetas que había traído, tres pesetas con cuarenta y cinco céntimos.

El juez dispuso su traslado a la cárcel, donde quedó incomunicado.


Y esto es todo. Si llegados a este punto les ha parecido el texto demasiado largo, díganlo y prometo ser más conciso en la próxima ocasión.

Y mañana...

Regaliz aragonés para el tabaco rubio americano


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