Por
  • Isabel Soria

Mañanas

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La ciudad, por la mañana temprano, muy temprano.
Guillermo Mestre

Algunos días acostumbro a salir de casa durante la alborada para dar una caminata a mi velocidad máxima, lo más rápido que las piernas me permiten. Y es temprano. Muy temprano. Demasiado temprano, vaya.

A esas horas el silencio se rompe por los caminantes que están hablando por el móvil. Algo que siempre me chocó desde el primer día de mis andanzas. ¿Con quién hablarán a estas horas? Con el tiempo constato que también los madrugadores que repetimos trayectos somos los mismos. Veo pasar desde hace meses a tres adolescentes y una madre que parecen atravesar la estepa siberiana. No sé si el viento ruso es parangonable al cierzo, pero esos niños son tan cheposos como nosotros. De repente, como en los dibujos animados, me encuentro dando vueltas sobre mi propio eje, algo ha pasado a toda velocidad a mi lado. El hombre bala. Ha sido el hombre bala, a quien llamo a así por la velocidad de sus pasos. El Carl Lewis de la Gran Vía. El cielo se aclara. Está a punto de sonar el primer clic. Existen dos clic. Uno, poco antes de las siete y media y otro, mucho más importante, diez minutos antes de las ocho. De repente, como si alguien encendiera la luz e hiciera un truco de magia comienzan a aparecer transeúntes llenos de garbo y coches por todas partes. A las 7 y 31, el interruptor se apaga y hay cierta calma hasta las 7.50, en que, de nuevo, alguien chasquea los dedos y la ciudad conjuga el presente de indicativo del verbo correr. A las ocho y un poco más el corazón de la mañana vuelve a latir con normalidad.

Isabel Soria es documentalista y técnico cultural

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