CENTENARIO JOAQUÍN COSTA

Los porqués de una impronta tan fuerte y duradera

La impronta de Costa ha sido persistente porque su personalidad poderosa unió a su imagen de probidad personal una actividad intensa y útil en muchos ámbitos distintos.

Los porqués  de una impronta tan fuerte  y duradera
Los porqués de una impronta tan fuerte y duradera

Costa tiene calles en Sevilla, Burjasot, Lérida, Briviesca, Valencia, Madrid, Badajoz, Barcelona, Santander, Palma de Mallorca y en muchas más localidades, sin contar las de Aragón, en las que es omnipresente. Da nombre a colegios e institutos (hasta en Maracaibo), a una asociación de notarios... Dejó huella honda en los aragoneses, entre los cuales su memoria alcanzó, y mantiene, rasgos de mito; pero también en sus contemporáneos de toda España. Y no por nada.

Un modo de ser

Logró fama por muchas causas. Una fue su neta honradez como particular. Otra, su desprendimiento, su humildad de origen y su llamativa pobreza, que no deseó como ideal ascético y que en nada le agradaba, pero que no acertó a superar, dedicado a otras prioridades. Aunque su familia ha impedido, hasta hace poco, acceder a sus cuadernos personales, trascendieron también sus amarguras. Llegó a vivir, ya instalado en Madrid, sin calzado ni ropa de repuesto. Tuvo amores contrariados. Así y todo, logró una cultura rica y sobresaliente, adquirida con un excepcional vigor de voluntad. Su carácter brioso se sobrepuso a la precoz y dolorosa distrofia muscular que le amargó la vida y que hubiera incapacitado a un espíritu menos consistente. Fue leal a sus principios y adalid de causas justas, apoyó al débil frente al poderoso, llevase este birrete, mitra, ros o corona; y, en fin, exhibió una gran independencia de criterio en su arrojada oratoria y en una conducta insólitamente orgullosa y, a veces, desmesurada y radical.

Hubo, en efecto, un Costa desabrido. Eso incluyó su desprecio del cargo político, quizá por miedo al fracaso en la brega partidista, siempre más fácil de criticar que de ejercer: la reina regente María Cristina, por sugerencia del cardenal Antonio Cascajares, calandino y miembro del restringido Consejo de Regencia, llegó a ofrecer a Costa el Gobierno nacional si se avenía a colaborar con el cuñado de Maura, Germán Gamazo, liberal sagastino que fue tres veces ministro, a lo que Costa se negó.

Una oratoria encendida

Costa se produjo casi siempre a contrapelo y sin temor a excederse, convertido en el gran descalificador de un régimen político, implantado en 1874 -el retorno de los Borbón, con Alfonso XII-, que ya se cuarteaba, convertido en un híbrido de oligarquía y caciquismo, definición que Costa consagró en el título de un notable libro.

Tronó contra monárquicos y republicanos, liberales y conservadores. Y de tal modo, que en un país de política retórica y ampulosa, se hizo famoso su estilo directo y contundente. José-Carlos Mainer lo llama 'tribuno historicista', por su tono ardoroso y su apego a la explicación histórica; y 'Azorín' encontraba un sello aragonés en su afición a lo concreto y en su rechazo por las entelequias de carácter burocrático. En un país semianalfabeto y sin radio (que llegó en 1923), oír a Costa era ambición de muchos, que llenaban los foros donde comparecía y de quienes quería hacerse entender.

El costismo agrario

Se ha ridiculizado mucho la prédica agrarista de Costa -'política de calzón corto', por el de labrador- y su idea de que el regadío era una gran fuerza redentora para el empobrecido campesinado español, en el que veía grandes posibilidades de futuro, además de una ocasión de justicia histórica, que intentarían luego los programas republicanos de reforma agraria. Que sus diagnósticos eran certeros y, además, realistas lo prueba que le sobreviviesen. El 'costismo' movió la fértil acción del ingeniero Manuel Lorenzo Pardo que, por su edad (nació en Madrid, en 1881), estudió y se formó en una España en la que Costa era ya un personaje famoso. Lorenzo, que trabajó con el insuperable Torres Quevedo, pasó lo mejor de su vida en Aragón y concibió y puso en marcha la admirable y pionera Confederación Hidrográfica del Ebro. Su costismo le valió ser llamado a dirigir la política de riegos en España tanto por Rafael Benjumea como por Indalecio Prieto, esto es, por la Dictadura primorriverista y por el Gobierno republicano de 1932, como haría el del franquismo hasta poco antes de su muerte, en 1953. Caso difícil de emular.

La ambición intelectual

En un país abundante en famas acartonadas, Costa descolló por la variedad de sus dedicaciones académicas. Dos veces doctor, historiador, jurista, sociólogo, pedagogo y antropólogo, cuando algunos de estos saberes eran novedad en España, en sus estudios hubo errores, pero también importantes aciertos y, sobre todo, una voluntad de método con la que se obligaba a procurar el análisis exhaustivo del tema abordado, fuera cual fuese, desde múltilples puntos de vista simultáneos. Algo siempre difícil y costoso, pero que dio al montisonense justa reputación de sabio y éxitos intelectuales que aún perduran, principalmente como tratadista del Derecho. Algunos de sus estudios crearon escuela y trajeron a España aires europeos.

Costa y Aragón

La condición aragonesa de Costa fue inocultable. Su exaltación de Aragón, de sus costumbres, historia y leyes, fue sincera y permanente. Pero en su ideario y práctica política no fue regionalista. Su actitud en busca de la 'regeneración' de España tuvo ambición nacional e incluso aire de patriotismo nacionalista. De ahí el eco que encontró siempre en el país, cuya totalidad tuvo siempre presente. Acaso por eso mismo los aragoneses le fueron tan devotos.

Costa, ¿prefascista?

No todas las huellas que dejó Costa fueron positivas. Hoy algunos lo recuerdan como un obseso de la política de embalses, y emiten un juicio anacrónico, que pasa por alto la realidad de la España de finales del siglo XIX, tan distinta de la actual.

Pero, de todas las censuras, la más dura e influyente la formuló Enrique Tierno y no debe eludirse aquí su comentario. Tierno redactó un estudio, interesante e ilustrado, en el que calificó a Costa de modo desafinado y sin leer acabadamente su vasta producción. La influencia de Tierno en la izquierda académica durante el franquismo propagó esta clasificación, aparecida en su trabajo «Costa y el regeneracionismo», escrito en 1961 y reeditado diez años más tarde, con redoblada difusión.

No sin argumentos, pero con notable descontextualización y con omisión del 'Costa total', no sólo lo llamó 'prefascista', sino que lo presentó como germen autóctono del fascismo: «No es en absoluto exacto que el totalitarismo español fuera una imitación del italiano con ingredientes del nazismo alemán. Existía un prefascismo en España, impreciso, incluso contradictorio, que sirvió de fundamento para la teorización posterior de quienes buscaron justificar ideológicamente la guerra intestina española». Sin duda Primo de Rivera y Franco se beneficiaron de la memoria costiana, pero también lo hizo la República. Porque Costa no es tan fácilmente encasillable como dijo Tierno.

La busca de una democracia eficaz

No es forzoso entender como llamada a la dictadura su petición de un 'cirujano de hierro': Bismarck había sido, hacía poco, un 'canciller de hierro'' y mucho más conservador que Costa, pero nadie le imputó prenunciar el fascismo. Y cuando Costa aseguró, en 1893, que «España necesita un Parlamento silencioso, un Gobierno silencioso y un pueblo silencioso», había que continuar escuchando para saber que aspiraba a «manos sin lengua, que no ofrezcan, pero que den». En suma: a políticos de menos verbo y más obra, pero siempre dentro de la ley y en un ideal sincero de justicia social. Por eso el Gobierno izquierdista de 1932 le dedicó un sello de correos.

Otros autores encajaron las ideas de Costa en un marco más adecuado y ecuánime que el de este libro, en el que Costa sirvió a Tierno, en cierto modo, como sosias tácito de Franco. Costa fue, sin lugar a dudas, defensor de una democracia de estirpe republicana, en el sentido que se daba entonces a la palabra, fuertemente cargada de intenciones morales, de rigor ético y de anhelos de patriotismo eficaz y laborioso.

Llama la atención un gran vacío, quizás el mayor, en los estudios sobre el aragonés: precisamente su praxis política, de la que aún no se han dicho sino generalizaciones, que no permiten medir bien el alcance y sentido de sucesivas iniciativas costianas, como las ligas de agricultores e intelectuales o su vinculación sucesiva a un partido neoliberal y a otro de neto republicanismo, reflejos de una personalidad a la que, lo mismo ayer que hoy, resulta difícil reducir a un clisé.