HISTORIA

Felices casualidades en medio del horror

Paz es de Aguilón y Jerónimo, de Moyuela. Un buen día, casi por azar, se conocieron y se enamoraron, sin saber que sus padres habían coincidido y muerto en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen. Hoy llevan 48 años casados.

Jerónimo Bordonada y Paz Gracia, fotografiados esta semana en su casa de Zaragoza.
Felices casualidades en medio del horror
ESTHER CASAS

Un trayecto en bici entre Moyuela y Aguilón puede cambiar la vida. Puede cambiar la vida cuando se repite una y otra vez, y una más, y otra de regalo. También, cuando hay una chica guapa de por medio y un cortejo para intimar. (Todo lo que podía intimarse a finales de los 50, claro está).

Pero la de Jerónimo y Paz no es una historia de amor al uso. Al contrario. Tiene mucho de miserias y calamidades compartidas. De hecho, todas esas idas y venidas sirvieron para descubrir un sorprendente y espeluznante pasado en común: ambos son hijos de víctimas del exterminio nazi. Hoy llevan 48 años casados.

Cuando Paz comenzó su deambular por los campos de refugiados de Francia apenas tenía un añito. Nunca se separó de sus hermanos ni de su madre, pero al invadir los alemanes el país vecino pronto perdieron la pista de su padre.

"Al comienzo éramos refugiados y vivíamos en familias de acogida", relatan. Ascensión se recuerda tomando un barco en dirección a Belle Ile, en el Canal de la Mancha. "Sin embargo, enseguida estalló la guerra europea y nos dejaron a la deriva", cuenta Ernesto, otro hermano. "Después ya fuimos hacinados en el campo de concentración de Rivesaltes, donde comenzaron los correazos, golpes, linchamientos?". Allí penaron miles de españoles, entre otros, el fotógrafo Agustí Centelles que tan bien documentó el sufrimiento. De Rivesaltes se les trasladó al departamento K del campo de Brens. "Estábamos todos muy débiles. Mi madre nos puso un cartel al cuello con nuestros nombres y procedencia, por si ella moría. Los compañeros, al verla tan mal, decían 'a la maña hay que cuidarla que como muera deja cuatro críos'. Entonces, cogían una cucharada de cada uno de sus platos y se la daban. Además, le procuraban aceite de hígado de bacalao contra la anemia". Paz también recuerda escuchar un día de fondo a su hermano mayor diciendo "para que la maten esos hombres prefiero que la niña se muera de hambre".

Cuando concluyó la guerra no lo hicieron las penurias, porque después de vagar por los campos de concentración, el regreso a Aguilón también fue dolorosísimo. "Teníamos pocas tierras pero ya se las habían apropiado". "No pocos vecinos, con el espíritu revanchista de la posguerra, le decían a mi madre 'yo sé dónde está tu marido' -cuenta Paz-. Un día ella no pudo más y contestó: 'Cuando muera Franco los restos de mi marido los ha de traer usted a espaldas a enterrar a Aguilón".

Y prosiguió el penoso periplo. "Mi abuela le dijo a mi madre que nos llevara al hospicio, que allí nos darían de comer, nos prepararían y así evitarían que nos mataran en el pueblo por la calle". Sus hermanos fueron acogidos por familiares de Monzalbarba, pero Paz dio con sus huesos en el hospicio de Calatayud. Recuerda que las "cañas de la doctrina" iban que volaban pero años más tarde conseguiría salir de allí "y comulgada para no tener que festejarlo en el pueblo". Ya se había hecho una joven de provecho y es poco después cuando engancha su vida, y su historia con la de Jerónimo, que ha de contarse -también- desde el comienzo.

Desde el pueblo vecino

"Mi madre no se movió del pueblo, de Moyuela, porque el abuelo estaba enfermo y éramos tres pequeños. Mi padre, cuando llegaron las derechas, se marchó con los hermanos mayores pensando en ir a Lécera y volver a los 3 ó 4 días, cuando la situación estuviera más calmada". Jamás volvieron a verlo. Primero se refugió en Santa Perpetua (Cataluña), donde se quedaron los mayores (de 13 y 15 años) ejerciendo de peluqueros y, después, el padre, al ser ocupada Barcelona, huyó a Francia. Fue a parar a un campo de refugiados en donde, con la falsa promesa de conseguir una ocupación para poder enviar un pequeño jornal a su familia, se ofreció voluntario para ir a trabajar a Alemania. "Fue de los primeros españoles que murió en Mauthausen. Entró en marzo del 41 y en noviembre ya lo habían matado".

En ese breve plazo apenas recibieron dos o tres cartas. Correspondencia en clave, casi cifrada. "Mi madre le contestó y le dijo que en España la cosa estaba fea y que cuando volviera, como estaban todas las casas ocupadas, tendrían que irse a vivir con el tío Fulano, que había muerto hace 30 años ya". El destinatario era buen entendedor: se refería al cementerio.

De la muerte del padre, la familia solo se enteró varios años después a través de la noticias de un tío exiliado en Francia. En Moyuela sus hermanos mayores se habían granjeado ciertos respetos y no hubieron de soportar burlas como las de la madre de Paz. Eso sí, las susceptibilidades se escondían detrás de cada esquina y Jerónimo recuerda que su tío "no se atrevía a ir solo al campo por temor de si se cruzaba con algún energúmeno?". Cuando la familia, gracias a algunos cultivos, comenzaba a levantar cabeza, el hermano mayor murió por paludismo haciendo el servicio militar en Marruecos.

El único mínimo alivio fue el tener acceso a unas ayudas que el gobierno alemán decidió otorgar a las viudas del exterminio. Los Bordonada se enteraron porque "las radiaron por España Independiente", emisora también conocida como La Pirenaica, que tutelada por el PCE conseguía burlar desde el extranjero la censura franquista. Los Gracia leyeron la noticia en HERALDO. Los primeros comenzaron a cobrarlas gracias a la intercesión de un agregado al cónsul alemán en España, pero los Gracia hacían y hacían papeles y se les atascaban las traducciones del alemán. Fue entonces cuando Jerónimo se subió a una bici para echar una mano a la familia del pueblo vecino y cuando se descubrió el amargo pastel. Desde aquel episodio no han vuelto a separarse.

Pronto celebrarán sus bodas de oro y, aunque no acostumbran a recordar las penalidades y nunca han regresado al escenario de los crímenes, en el pasillo de casa cuelgan crudas imágenes de homenajes, en blanco y negro, con las que han crecido sus hijos. En cuanto alguno de ellos les pregunta, los ojos se les llenan de lágrimas.