jefa de Información municipal de Zaragoza en HERALDO DE ARAGÓN

Un año de abrazos perdidos y sueños rotos

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Un año de abrazos perdidos
PILAR OSTALÉ

Sería injusto resumir el año covid en Aragón con un puñado de cifras. Detrás de cada número hay una persona, una familia, un proyecto de vida destrozado por el cruel zarpazo de una pandemia que nadie vio llegar y que ya dura demasiado. Aunque han sido doce meses parece que han pasado años desde que la covid hizo saltar por los aires, quizá para siempre, la vieja normalidad. Será por culpa de esta fatiga pandémica que nos asola, que se alimenta de abrazos perdidos y sueños rotos y que nos arrastra a la angustia y la desesperanza.

El SARS-CoV-2 llegó a Aragón de puntillas, sin hacer ruido. Mientras la coalición PSOE-Podemos se repartía los sillones del Consejo de Ministros, comprobábamos atónitos cómo en Wuhan (China), a 11.000 kilómetros, levantaban un hospital de mil plazas en diez días para contener brotes de una atípica neumonía. Nuestro recelo creció al ritmo en el que se confirmaban en Milán miles de contagios. Pero nos llamaban a la calma. El coordinador de Emergencias, el aragonés Fernando Simón, vaticinaba que España no tendría "como mucho" más allá de algún caso diagnosticado. Mientras nos intentaban convencer de que la covid era poco más que una gripe, en las farmacias se agotaban las mascarillas. Barcelona cancelaba el Mobile World Congress, pero Zaragoza celebraba la FIMA (Feria Internacional de Maquinaria Agrícola). Las calles se teñían de violeta y una tractorada tomaba el paseo de la Independencia para pedir precios justos para el campo un día antes de que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia. Negros nubarrones se cernían sobre nuestras cabezas en una señal inequívoca de que se avecinaba la tormenta perfecta.

El coronavirus se cobró el 6 de marzo de 2020 su primera vida en Aragón (quinta de España), la de Guillermo Aranda, de 87 años y de Sierra de Luna. Activo, directo, con fuerza de voluntad y sin miedo a nada, según le describía esos días su familia. Ingresó en el Hospital Provincial porque estaba "flojico" y, tras días de pruebas, constataron que sus radiografías reflejaban rarezas similares a las que llegaban de China. Su mujer, su hijo y su nuera también se contagiaron. Los médicos que le atendieron fueron los primeros en sufrir la falta de equipos de protección que marcó la primera ola de la pandemia y que le valió al Gobierno de Aragón una triple condena. Y que suscitó el relevo de Pilar Ventura por Sira Repollés como consejera.

Con 64 contagios confirmados y seis fallecidos, Aragón decretó el cierre de los colegios. La bolsa se hundía, Pedro Sánchez anunciaba 18.225 millones para un plan de ayudas, las ministras Irene Montero y Carolina Darias enfermaban... Se imponía poco a poco la tozuda realidad que confirmaba el riesgo real de la pandemia. El 14 de marzo, sábado, se declaró un primer estado de alarma que nos encerró en casa cien días. Al salir de nuevo fue como si nos encontráramos en una realidad paralela.

Las calles quedaron vacías, desangeladas, mientras las barría un silencio solo roto por las inquietantes sirenas de las ambulancias. A las ocho se oían aplausos desde los balcones para animar a los sanitarios, al son de un ‘Resistiré’ que muchos entonaron pero no todos cumplieron. La primavera nos heló el corazón. Empezaban a llegar noticias de allegados fallecidos, de ucis que agotaban sus plazas, de Consejos de Gobierno diarios y Conferencias de Presidentes semanales, de hospitales de campaña en la Multiusos y en la Feria, con 400 camas y 6 millones gastados que, aunque no se usaron, reflejaron la gravedad del momento.

Pagamos cara la improvisación de los primeros días. Tan crítica era la situación que empresas de la tierra activaron ‘Aragón en marcha’ para buscar mascarillas, guantes e hidrogel por medio mundo. Y respiradores, hasta 200, que nos arrebataron en un aeropuerto chino donde el mejor postor se llevaba el premio consigo.

Los sanitarios, miles de ellos contagiados, fueron los más afectados. La covid mató a José Luis San Martín Izcue, médico de Atención Primaria del centro de salud de San Pablo de 55 años. Su viuda recordaba cómo cada día lavaba con lejía sus dos diminutas mascarillas y una bata, armas insuficientes para frenar la avalancha de casos que llegaban a los consultorios que a partir de entonces, y hasta ahora, quedaron blindados a cal y canto. A un paso de la prejubilación sorprendió la muerte por covid a Eloy Pérez, limpiador del hospital Miguel Servet, al que su hija Rosa Pilar Pérez Zarzoso tuvo que despedir sin besos, sin cogerle la mano, como detalló en una emotiva carta en Heraldo. Porque los enfermos covid morían en soledad, y prácticamente solos estaban sus féretros en los entierros.

Hasta 45 muertes al día llegó a tramitar el juzgado de guardia en el maldito mes de abril. Muchas por covid, pero sin ser diagnosticados por falta de PCR. Hasta 240 aragoneses con síntomas perdieron su vida sin que sus nombres pasaran a engrosar las estadísticas, según el INE. No daban abasto en la Hermandad de la Sangre de Cristo aquellos primeros días. Los cofrades, que recogieron el año pasado 550 cadáveres, accedían a los domicilios particulares con mascarillas y trajes donados.

El virus se coló en las residencias, y en ellas causó los mayores estragos, con 1.630 fallecidos en el último año. A pesar de que quedaron doblemente confinados. Lo peor llegó cuando, al juntarse de nuevo tras medio millar de brotes superados, empezaban a comprobar los huecos que las víctimas de la covid habían dejado. Se intervinieron residencias, se habilitaron centros para enfermos. Pero solo con la vacuna llegó el remedio. El principio del fin empezó cuando Emilia Nájera, de 80 años, recibió la primera dosis de Pfizer. "Hay que poner todos los medios para acabar con el bicho", decía esperanzada. Casi todos los internos siguieron sus pasos y ahora están inmunizados.

Ni en Aragón ni en España supimos gestionar las desescaladas. El ensayo-error que se usó para equilibrar salud y economía nos ha dejado demasiados muertos (más de 3.300), un 30% más de parados (87.158) y decenas de negocios en la ruina. Cifras que son personas. Como José María Pérez y Gloria Ferrer, de 85 y 81 años, un matrimonio que falleció por covid el 6 de noviembre en la misma habitación del Servet con unos minutos de diferencia. O como Guillermo Vela, que se vio obligado a cerrar Casa Pascualillo, tras 81 años de negocio familiar, por culpa de la pandemia. Hasta el favorable clima de diálogo en Aragón, del que nació la Estrategia para la recuperación social y económica, resulta insuficiente para contener la pandemia. El futuro mira al ‘Plan Marshall’ europeo, el Next Generation, y los mil millones que el Ejecutivo autonómico y las empresas tienen en juego.

Con quince días en nueva normalidad y siete meses en alerta, el sistema sanitario aragonés suma un año tensionado, en una "marea alta" donde se sucede una ola tras otra (y van cuatro), 108.000 infectados y más de 11.000 hospitalizados. Porque la covid nos robó también el verano. La vertiginosa desescalada acabó de forma abrupta en el Aragón oriental, donde el endémico problema del alojamiento de los temporeros migrantes expandió los contagios. Peor fue la ola tras el Pilar, que se reveló la más letal. Y de la que estamos saliendo ahora, que surgió del irresponsable intento de ‘salvar la Navidad’. Si en la primera ola, la que vivimos casi encerrados, fallecieron 915 aragoneses, las tres restantes, en las que el Estado delegó en las autonomías en una cogobernanza impuesta, mataron a 2.500.

El esfuerzo extra contra la covid colapsa el resto del sistema. Y también mata. Por SARS-CoV-2 y por otras dolencias. Uno de cada cinco casos de cáncer ha quedado sin diagnosticar. Los telediagnósticos en los consultorios pierden fiabilidad. Los picos de covid saturan las urgencias y grandes hospitales como el Servet ‘aparcan’ durante días pacientes a la espera de que se liberen camas. Se les podía ver por los pasillos en sillas de ruedas, goteros en mano. O en boxes que se asemejan a zulos y que dejan a los enfermos desorientados. Algunos médicos parecen cansados, desmotivados, quizá de tanto rotar. Enfermeros y auxiliares ayudan a familiares de enfermos que tienen la mala fortuna de acabar en el hospital en el peor momento. Tienen claro que no son cifras, sino personas. Como Julia Ruiz, mi madre, que murió a los 71 años sin el maldito coronavirus pero en un sistema desbordado por quienes intentaban frenarlo.

Con miedo a una quinta ola, Aragón activará en abril su plan de vacunación masiva para elevar la cifra de 50.000 inmunizados. Cuando llegue el fin de la covid, que lo hará, 731 carrascas recordarán a los que se fueron víctimas de una pandemia que nos constató que seguimos siendo vulnerables.

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