Por
  • Antón Castro

Residencias

María Jesús Rihuete y su tío Urbano Castán, en el ‘arco de los abrazos’ del centro de Ballesol.
María Jesús Rihuete y su tío Urbano Castán, en el ‘arco de los abrazos’ del centro de Ballesol.
José Miguel Marco

La vida es insospechada. Un destello de sorpresas o un abanico desplegado de incertidumbre. Nos tocó a nosotros. Como a otros, veteranos de la existencia, memoriosos de las pequeñas cosas del ayer. Tuvimos los síntomas, y nos buscaron ubicación pronto. Nos separaron de los hijos, los nietos, los amigos del café y de los vecinos. Nos aislaron de todo, menos de los recuerdos. Y de nosotros mismos. Llevamos más de medio siglo mirándonos a los ojos. No hay nada más fascinante que despertar al alba con la compañía soñada. El amor es como un pájaro de juventud que siempre regresa: la piel estremecida de un deseo antiguo. El amor es la confianza ciega que se percibe en la suavidad de las voces, en los paseos por el parque, en la música temblorosa de la risa. En medio del desgarro, la suerte se alió con estos dos ancianos, y fue más fuerte que el pánico o la sensación de abandono. Compartimos cuarto, y nuevas formas de respiración: ahora cavernosa, doliente, casi difícil. A veces, levantaba la cabeza y veía que allí estaba ella, Clara. Y que podía abandonarme a su contacto, al delirio renovado de tocarla y de sentirla mía. Pensábamos que partiríamos en cualquier instante, de la residencia al reino de las sombras. La enfermera y el doctor nos enlazaron el alma; era la hora del adiós. La vida te anuda al misterio y al milagro: seguimos vivos. Clara me dijo ayer, antes de dormir: «Sueño con volver a casa para que me leas, como a tu nietos, ‘El principito’ por entero».

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