Despoblado de Muro de Bellos
Despoblado de Muro de Bellos
Laura Uranga

Con el eco aún vivo de la manifestación en defensa de la España vacía, he tenido el privilegio de visitar la Real Academia de la Historia, institución que preside, con tanta inteligencia como coraje, Carmen lglesias. Además de fondos librescos, guarda tesoros tales que cinco cuadros de Goya y relevantes piezas histórico-artísticas. Es el caso del Altar Relicario del Monasterio de Piedra, un tríptico gótico con rasgos tan vinculados como la bandera aragonesa que cubre la cama de la escena de la Anunciación.

También conserva pequeñas joyas que nos llevan a distintos momentos de nuestra historia, de varios lugares de España e Hispanoamérica. Una de ellas, una tésera de hospitalidad íbera, remite precisamente a esa gran área de España que el domingo llamaba la atención al resto.

La tésera era el objeto que, en un tiempo ágrafo, sustentaba un contrato, en el que cada parte se quedaba con su mitad; en este caso, la pieza era un bronce con forma de oso. Parecido se compraba incluso en los primeros años setenta en lugares de la hoy despoblada Celtiberia. Aquí el objeto era ‘la tarja’, una humilde caña abierta en dos mitades, una de las cuales guardaba la carnicera y otra se la llevaba el cliente. Si un kilo, marca entera en las dos mitades de la caña, unidas para ‘apuntar’ muescas idénticas; si medio, media marca… y así, hasta que se colmaba de cortes y se procedía a saldar la deuda. Si se tenía ganado, con un animal; si no, tras vender la cosecha, con ese bien tan escaso que era el dinero.

Tres mil años entre la tésera y la tarja que dan la medida de la lentitud de los cambios en un pasado no tan lejano. Enfrente, la vertiginosa evolución del presente, con daños colaterales como esa España vacía cuyos habitantes rechazan vivir como ciudadanos de segunda. 

Sabemos bien de qué hablan quienes venimos de allí. Hoy, la tarja se exhibe en las casas como una reliquia más junto a otros testigos de usos y costumbres perdidos y que tenían un denominador común: todo era muy esforzado. Por eso, y aunque también la vida rural sea muy diferente, sentimos el deber de acompañar a los que se han quedado en su reivindicación de servicios y comunicaciones equivalentes a los urbanos.

También, aunque alguno desprecie esta vía, para que se considere otorgar ventajas fiscales a quienes viven y trabajan en nuestros desiertos particulares. Si los residentes en Baleares y Canarias las tienen para compensar los costes de la vida insular, también las merecen quienes aún resisten en nuestras parameras. Si es difícil atraer a nuevos pobladores, al menos que se mantengan los que persisten.

No cabe esperar milagros. La vida urbana ejerce una atracción fatal sobre la sociedad contemporánea. A las mejores oportunidades, servicios y privacidad que ya ofrecía en el siglo XX, se suman ahora las características de la nueva economía, que tiende a concentrar talento y oportunidades. Nuestros jóvenes encuentran en esas zonas densamente pobladas, sin prejuicios y bien conectadas física y técnicamente el mejor ecosistema.

Aunque el fenómeno megápolis versus despoblación es universal, no tiene por qué ser inmutable en un país geográficamente privilegiado como el nuestro. La contemplación de otra joya de la Real Academia de la Historia, el Disco de Teodosio, que plasma la división del Imperio romano, lleva a recordar la Malena, la villa romana de Azuara descubierta hace cuarenta años y expresión, en un imperio en decadencia, del abandono por las familias patricias de la vida urbana, por una mejor y más segura existencia en el campo.

No parece que caminemos hacia esa tendencia. Pero una vida sin contaminación, sin agobios, sin competitividad, más barata, más espaciosa, más natural… es aspiración que también cuenta entre tanta hiperactividad y toxicidad vital. Y desconocemos qué límites superarán las nuevas tecnologías.

Lo que sí sabemos es que quienes todavía resisten y cuidan el territorio, además de nuestras raíces y nuestra memoria, merecen vivir igual que el conjunto. Amazon llega hoy hasta donde, hace nada, resistía la tarja, pero el repartidor regresa como perseguido por el diablo. En tiempos de tanta consideración a lo singular, algo habrá que hacer para que encuentre destinatarios a quienes entregar el paquete.

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