Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia de andar por casa

¿Por qué la dieta paleolítica va bien para adelgazar?

Por la misma razón que mascar chicle (mejor sin azúcar) impenitentemente o desayunar todos los días un bol de frutos secos y crujientes cereales también podría ayudar a mantener la báscula a raya. Porque masticar -o mascar, que es lo mismo- quema más calorías de las que te puedes imaginar. Más aún si tu alimentación se ciñe a correosos alimentos en crudo que exigen darle al diente concienzudamente.

Desde un punto de vista evolutivo, el objetivo de la masticación es extraer la máxima energía de la comida con el mínimo gasto energético
Desde un punto de vista evolutivo, el objetivo de la masticación es extraer la máxima energía de la comida con el mínimo gasto energético
Guillermo Mestre

En efecto, masticar quema más calorías de las que en un principio cabría pensar tal y como ha comprobado un estudio recientemente publicado. Un consumo energético consecuencia de que la masticación es, desde un punto de vista biomecánico, una actividad compleja, exigente y en la que intervienen varios músculos.

Pero antes de nada es conveniente definir qué es y en qué consiste la masticación: el acto de reducir el alimento mediante la dentición a trozos o porciones de pequeño tamaño y fácilmente digeribles. Una definición que, desde un punto de vista evolutivo se completa añadiendo que el objetivo de la masticación es extraer la máxima energía de la comida con el mínimo gasto energético. Un propósito que ha modelado nuestro aparato masticador y, en consecuencia, su biomecánica.

Ahora sí, es momento de echar un vistazo a la biomecánica de la masticación humana. Una operación que implica desplazar las mandíbulas vertical, hacia delante y atrás y lateralmente en un movimiento cíclico y en el que los principales músculos implicados son: el masetero, que se encarga de la elevación y la protracción -esto es, echar hacía delante- de la mandíbula; el temporal, el más grande de los involucrados y máximo responsable de la retracción; los músculos pterigoideos, claves para la lateralidad y la depresión o apertura de la mandíbula; y los buccinadores, localizados en las mejillas y que se encargan de desplazar los alimentos hacia el fondo de la boca -poniéndolos al alcance de las muelas traseras- y de retraer los carrillos para evitar que nos los mordamos. Además, claro está, de la prodigiosa musculatura de nuestra incansable lengua.

Todo este desempeño y trabajo muscular -y esquelético y tendinoso- se traduce, según los datos consignados en el referido estudio, en que cuando masticamos alimentos de una textura media-blanda consumimos entre un 10 y un 15% más de energía que cuando no lo hacemos.

Si tenemos en cuenta que, de media, además del tiempo que destinamos a masticar las distintas comidas, invertimos media hora al día en mascar chicle, resulta que quemamos en torno a un 3% de nuestra ingesta calórica diaria (recomendada), cifrada en torno a las 2.000 calorías, en darle al diente. Así pues, al final masticar representa un gasto energético anecdótico para nosotros y nuestra línea.

Pero no se puede decir lo mismo de lo que suponía al principio, para nuestros ancestros prehistóricos predescubimiento-del-fuego-y-su-empleo-para-cocinar. Aquellos primeros homínidos cazadores-recolectores tenían una dieta que se basaba en frutas, plantas -tallo incluido-, raíces, semillas y frutos secos 'a la crudité'; completada por carne y pescado en las festivas jornadas en que la caza y la pesca resultaban exitosas. Y, salvo las frutas, todos esos alimentos vegetales están diseñados y adaptados para evitar ser comidos -o si se prefiere dañados-, lo que implica que presentan estructuras y tejidos rígidos, duros y fibrosos -cuando no directamente blindados-, construidos con células vegetales con una sólida pared externa rica en lignina. 

Por ello, requieren un esfuerzo masticatorio considerablemente más elevado que el que exige un chicle o una verdura cocida en tu flamante olla exprés. Algo que cualquiera puede comprobar masticando una zanahoria cruda o un puñado de nueces. Y otro tanto pasa con la carne cruda, que hay que masticar a conciencia para conseguir romper las fibras musculares. En definitiva, que aquella forma de masticar suponía un gasto energético significativo.

Y precisamente es ese tipo de alimentación inspirada en la de nuestros ancestros la que promueve la dieta paleolítica* que, en consecuencia, exige un interesante consumo energético masticatorio. Más aún cuando, tras cientos de miles de años acostumbrados a cocinar los alimentos para facilitar su procesado y deglución, nuestras mandíbulas ya no están optimizadas para esas cargas de trabajo, sino que ha rebajado su tamaño y potencia. Tanto es así que se teoriza que, desde el advenimiento de la 'nouvelle cuisine' que supuso el fuego, el ahorro energético que ello representó permitió invertir ese plus de energía en el crecimiento del cerebro y del resto del cuerpo, haciéndonos más listos, más altos y dotándonos de unas facciones menos simiescas.

(*El periodo paleolítico abarca desde hace 2,5 millones de años a hace 10.000 años. Se cree que el descubrimiento del fuego tuvo lugar hace más de un millón de años; su dominio se habría producido hace unos 800.000 años; y su empleo para cocinar se sitúa hace unos 500.000 años).

-Ir al suplemento Tercer Milenio

Apúntate y recibe cada semana en tu correo la newsletter de ciencia

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión