Por
  • Ángel Garcés Sanagustín

No sólo es la escuela

No sólo es la escuela
No sólo es la escuela
Heraldo

La formación de toda una generación no depende únicamente del sistema educativo. Este es un mero reflejo de la sociedad. Hace unas semanas, en un restaurante, observé que, en la mesa contigua a la mía, un niño, convenientemente postrado en el carro de bebé, manejaba un móvil con las dos manos, mostrando una habilidad de la que yo carezco.

La sobreprotección del conjunto del sistema formativo y el ensimismamiento que producen las nuevas tecnologías explican parte del fracaso escolar y también del alejamiento del mercado laboral. En mi generación hubiera sido imposible la extensión del fenómeno de los ‘ninis’. Más bien se daba el supuesto contrario, ya que muchos estudiábamos y trabajábamos, aunque la actividad laboral la desempeñáramos en verano, durante las vacaciones escolares.

Es más, se produce un hecho curioso. Mientras muchas personas con discapacidad pugnan por integrarse en el empleo público o en el mercado laboral, cientos de miles de jóvenes renuncian a la formación y a cualquier actividad que implique un relativo esfuerzo. No es posible exigir la autodisciplina cuando previamente no se ha conocido ningún tipo de disciplina.

La excesiva protección en la que viven hoy en día muchos niños y adolescentes en nuestro país tiene efectos perjudiciales en su psicología y en su comportamiento

Se cita mucho la Constitución, aunque se desconoce lo que realmente dice. Si acudimos a su artículo 35, observamos que, literalmente, establece: "Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo…". Siempre me ha sorprendido que el deber se antepone al derecho. Cosas de otros tiempos.

Vaya por delante que rechazo cualquier forma de desprotección que hayan sufrido los menores en otras épocas o sigan padeciendo en otras latitudes. Lo que intento poner de manifiesto es que la sobreprotección también genera problemas. Llevar el cuidado y el amparo más allá de lo razonable provoca una generación de inimputables, incapaces de asumir las responsabilidades derivadas de sus actos.

En los últimos lustros se ha apreciado un importante incremento de las agresiones perpetradas por sus descendientes que sufren los padres y los abuelos. En realidad, asistimos a una violencia oculta, pues las denuncias son muy escasas, ya que estas cuestiones tratan de resolverse en el estricto e íntimo ámbito familiar. Tampoco se aprecia ningún interés en los poderes públicos por abordar esta cuestión.

Prolifera en nuestra sociedad el denominado ‘síndrome del niño emperador’, al que nada se le ha negado y, en consecuencia, se cree con derecho a todo. Educar no es sólo dar, es también denegar lo que puede ser dañino o irrelevante para el sujeto. Tengo la impresión de que se está produciendo una ruptura de la transmisión intergeneracional de conocimientos, valores y principios.

La desprotección es por supuesto inadmisible, pero la sobreprotección tampoco es buena

No quiero terminar esta breve reflexión sin narrar una anécdota que me contó un buen amigo, esforzado trabajador que dedica el poco tiempo que le deja su profesión al cuidado y atención de sus hijos. Uno de ellos, alto y fuerte como los mallos de Riglos, solicitó la renovación del DNI, por lo que fue citado una mañana en una comisaría zaragozana. Su padre decidió acompañarle. Cuando apareció en la pantalla su número, el chaval ni se percató, pues estaba obnubilado con el móvil. Transcurrido un tiempo, el padre le dio la oportuna y afectuosa colleja para que se levantara y accediera a la mesa donde se le esperaba para la realización del referido trámite.

En ese momento, un agente de policía se le acercó y le reprendió públicamente por tamaña ‘agresión’. Mi amigo aún se sonroja cuando lo cuenta. Todavía no alcanza a entender esa pública reprobación de lo que había sido un simple gesto paternofilial.

Le sugiero a este agente, cuyo celo policial no se ha podido constatar en otros supuestos más relevantes para el orden público, que valore su posible incorporación a un cuerpo existente en el régimen teocrático iraní. Se llama ‘Policía de la Moral’. Podría encajar perfectamente.

Ángel Garcés Sanagustín es doctor en Derecho

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