Por
  • Sergio Royo

Obsesiones

Ejemplo de imagen del test de Rorschach.
Obsesiones
Pixabay

Siempre hay ideas recurrentes, temas que subyacen y se hacen fuertes en el inconsciente y generan, al dejarlos aflorar, una propia conciencia de la vida, acaso una forma de estar en el mundo.

Cuando te adentras, por ejemplo, en la obra de Javier Marías, te das cuenta de que en sus novelas hay ideas que se repiten, incluso sentencias que como un mantra encuentran espacio en diferentes novelas y estaban definiendo, en esencia, su manera de mirar la existencia: toda su inigualable narrativa orbita en torno a un puñado de temas. Creo que yo también soy así, ya no solo en la literatura sino en la vida, y que quien me conoce o incluso sufre de cerca puede identificar el momento vital y los restos que me configuran. En definitiva, las obsesiones. No es sencillo obsesionarse, pero lo es todavía menos escapar de esa red pegajosa que se adhiere al alma en el día a día y pretende que te consuma el personaje. Hay que ser sabio –como si esto fuera elegible– y saber huir de esos pensamientos en bucle que, de no ser gestionados, crecen indefinidamente como la maleza en una ciudad radiada. Nunca dejamos la nube de polvo en la huida cuando de obsesiones se trata; más bien la nube nos persigue y mancha la coherencia. O, al menos y si no podemos detenerlas, deberíamos tratar de darles una forma estética, crear a partir de esas obsesiones de las que no nos libramos fácil algo que le dé sentido al dolor en el que suele derivar cualquier obsesión, drenar la pena a través de la creación, liberarse del yugo admitiendo que vivir es obsesionarse y que de nuestras obsesiones también se nutre la vida.

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